Hanna (Joe Wrigth, EUA/Inglaterra/Alemania, 2011), aun en calidad de estreno en varias salas de la nación, revienta el suelo en esa finca del cine de acción occidental -no olvidemos que en la escuela asiática se localiza una de sus fuentes madres; sobre todo a partir de Contracara, John Woo, 1997- que en los últimos años ha sabido configurar identificables marcas de agua en películas atractivas, entretenidas, orgánicamente estructuradas, hasta cierto punto cautivantes en su magnetismo o deslumbrantes en su visualidad -y no le busquemos más peras al olmo, porque ni Jung ni Zizek andan trepados en sus ramas. Hablamos dentro de tal comercial vergel, claro, de la expoliada trilogía Bourne; episodios aislados de la franquicia Bond o cintas menos ortodoxas cual la singular El americano (Anton Corbijn, 2010): quizá la primera action movie teológica del siglo con el cordón umbilical colgado al vientre del noir melvilliano (El samurai, 1967).
Obra mixturante del chorro termonuclear de las primeras con la suave rareza del exponente firmado por el holandés Corbijn, Hanna viene a ser una suerte de rara avis en un género donde, sin quemar suicidamente las naves de lo que corresponde a thriller de este tipo -combates, tensión, huidas, persecuciones-, Wright, el británico quien nos puso a implosionar de amor a Keira Knigthly y a rabiar de envidia a Saoirse Ronan en Expiación, apuesta por servir el plato de modo diferente. A ver, en lenguaje hogareño Hanna vendría a ser como una cena matrimonial de domingo en casa, pero con par de velas encendidas, su vinito Soroa o generación posterior según bolsillo, Jorge Drexler en el CD. Lo mismo, pero distinto. Y eso el ser humano lo agradece; los espectadores sensibles también. Incluso a los críticos nos derrite. Bromeo.
Wright, prendado de la Ronan -la cual era mucho más nena en Expiación que la Julieta Prandi de Guillermo Francella-, se la trae de vueltas a su cuarto filme, porque, pillastre, sabe que el imán de ese rostro, la extraña combinación de su mirada celeste y su nórdica pigmentación sembradas en esa aura cuasi antiterrenal dan el punto exacto para el personaje de la joven guerrera-experimento por sí compuesto. El toque melancólico impreso por Wright al relato no solo depende de ciertos contextos geográficos recónditos focalizados o de las atmósferas urdidas, sino en última instancia de dicho talante. El espectador asiste a una puesta en escena donde resulta elemento tan esencial la precisión coreográfica de cada secuencia como el halo nostálgico emanado por la faz de esta joven criada en secreto, sin afectos, vínculos con la realidad o constatación en la práctica de todo cuanto le enseña en su ocultísima cueva congelada el padre. Señor este (el actor australiano Eric Bana, el Hulk de Ang Lee) ex agente de la CIA, a quien cierta jerifalte de la tenebrosa agencia (su coterránea Cate Blanchett) busca por todo el planeta, para no dejar rastro de él y el experimento Hanna, digno de análisis por el doctor Walter Bishop de la teleserie Fringe.
Pero este Stitch de rasgos escandinavos, sin ninguna Lilo en su defensa, se defiende mejor que la Juana de Arco de Luc Besson, Sarah Connor y Nikita juntas, aunque no llega nunca al punto de Angelina Jolie en Wanted, en tanto el realizador inglés instaura signos de equilibrio en la narración. No anda lo suyo por llevar esto al frenesí de un comic. Contiene el desfogue de la trama cuando es necesario y la desboca en caso contrario, o incluso en momentos en que nadie lo espera. De ahí el sesgo no ortodoxo del filme en su variante genérica. Cinta de acción, suspense y resonancias ontológicas, Hanna funciona a la vez como relato de iniciación, cuyos ecos de sentido coinciden con personajes de piezas recientes, como la Mattie Ross del remake coeniano de Valor de ley (True Grit) o el Mayito de Habanastation. Hanna, la muchacha, deberá enfrentarse a un mundo desconocido, superar sus barreras, dominar sus códigos y salir airosa de la prueba a costa -o por- de las ineludibles pérdidas afrontadas en el camino. También de las ganancias, superiores a la postre.
El director de Orgullo y prejuicio, Expiación y El solista no desmedra su perfil autoral mediante este peculiar desvío en el camino. Hanna no será un drama de ambientación decimonónica ni otra historia de reporteros sagaces en busca de fenómenos musicales perdidos en las calles estadounidenses. Pero tampoco resulta una película de acción del montón; sin que propiamente a nivel de guión haya aquí algo sobresaliente, digámoslo con diafanidad. No induciendo por ello a barruntar que el filme respire más a merced de la forma, sería cruel obliterar la sutil fotografía de Alwin Küchler o la banda sonora de The Chemical Brothers. Un banquetazo ambas en el corazón de una película que a base de estilo, charme, clase visual y las adecuadas tipologías físicas/composiciones interpretativas de Ronan y Blanchett suple, tanto como puede, sus falencias a nivel de libreto.
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