Mediante Marina (Kiki Álvarez, 2011) reaparece en la pantalla cubana el tema del retorno, tras observarlo la cercana Casa vieja (Lester Hamlet, 2010). Asunto inmortal este del arte dramático, la vuelta a casa del hijo pródigo o defectuoso -más le vale tal al cine y la literatura, sobre todo los más recientes-, tiene en el nuevo estreno nacional un abordaje honesto, profundo y conmovedor dentro de un relato que parte de dicha premisa narrativa para, sobre todo, dialogar en torno a la soledad, el dolor, el amor en tanto polea regeneradora y el apego a las raíces, entre otros motivos comunicantes.
Película nada más en apariencia sencilla, los diálogos y soluciones dramáticos de la última obra del autor de La ola (1995) y Miradas (2001) solo pueden construirse a partir de un conocimiento mayor de los resortes activos u ocultos incidentes en el comportamiento, las acciones de la especie.
No suele la filmografía criolla de los últimos tiempos ahondar así en los sentimientos, cuitas, en todo ese magma interior que condiciona o revoluciona los modos de obrar de las personas. Ya por ello Marina debería concitar la atención del respetable; aunque quizá su ritmo, no usual por nuestros lares a la fecha, no ande en marcha directamente proporcional a semejante anhelo.
He comentado el filme con algunos espectadores, quienes abjuran de su tempo y consideran que, amén de más “movimiento”, requería mayores explicaciones en cuanto a las razones por las cuales los dos personajes centrales (Marina y Pablo) están así, tan abatidos, tan castigados por sus emociones o su pasado previo. Podría ser, sin embargo quien escribe considera que ahí justamente radica uno de los principales encantos del drama de Álvarez. Nadie le pediría a Antonioni que explicase a sus seres; ni yo me atrevería a solicitárselo al realizador cubano, porque sería como querer traducir el susurro o procurarle razones al silencio de la hierba.
Marina -de vuelta a la Gibara de la cual salió con brújulas capitalinas tiempo ha-, y Pablo -quien ahora quiere dejar el poblado oriental, enfrentando entre sus fantasmas el destino del inevitable regreso, aun sin marcharse- no desean ni tienen por qué descifrar los caminos de su hoja de ruta volitiva, psicológica, sentimental. Mucho menos cuando, quizá, han encontrado, en su unión azarosa, esa puerta de fuga a una felicidad que siempre les fue coartada y contra la cual hasta el paso en falso de dos palabras mal dichas atentaría.
Este amor hijo de la belleza y la dificultad, como no aparecía ninguno en la filmografía insular desde la igual a Marina de discreta, minimal, reposada y magnética Personal Belongings (Alejandro Brugués, 2008) está narrado justo con los bemoles precisos. Sin estridencia, desbordes emotivos, ni apuros en la narración. Igual de marinera y parsimoniosa que sus dos opus anteriores (si bien más “popularmente potable” que la para muchos inextricable La ola y de dramaturgia menos débil que la de Miradas), esta nueva película de Álvarez añade como medida de valor el sello de esa lente en ningún momento ajena a registrar la identidad de personaje y paisaje fundidos en singular escenario donde se yuxtaponen limpieza de espíritu, ansias de renacimiento y vocación de esperanza germinadas arriba del pellejo de la decepción.
A la elocuencia de la fotografía dirigida por su habitual Santiago Yanes (casi literalmente una plástica marina), delicada en la composición e inteligente al registrar el perfil humano de los dos personajes centrales recortado sobre un fondo natural de suave majestuosidad (a la manera de determinadas películas dirigidas por John Sayles, la naturaleza participa como un personaje más), la pieza cinematográfica suma el beneficio de la música de Bárbara Llanes, articulada con impecable factura; así como las ricas interpretaciones de Claudia Muñiz en el rol de la figura central femenina -también coescribió el guion- y el cada vez más convincente y dueño de sus capacidades, Carlos Enrique Almirante. Sin olvidar al abuelo asumido por Mario Limonta, presente asimismo el actor en Miel para Oshún (2001), la anterior película con marco espacial gibareño, dirigida por Humberto Solás, maestro a quien la coproducción ICAIC-Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños-Festival de Cine Pobre homenajea, junto al último evento fílmico consignado: muestra más de que tal opción o actitud ético-artística, la povera, es posible. Supino ejemplo, Marina.
Más allá de algunas situaciones escasamente creíbles; aquel diálogo demasiado precoz, sentencioso o mal situado; esta escena sobrante o urgida de mayor fuerza dramática o el aura solemne filo-sesenta o semiasiática (remite menos al siempre socorrido sueco Bergman que al japonés Imamura, para más señas) que envuelve ciertas secuencias, la película le sienta bien al cuerpo de una pantalla cubana del momento necesitada de necesaria expansión temático-geográfica y genérica. Aun a cuenta y riesgo de que no todas las capas del vasto narratario nacional sintonicen con su opción de estilo, en tiempos fílmicos tan rápidos, furiosos y multiorgásmicos como los corrientes.
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