Ninguneada en los
desastrosos Oscar de su año -salvo algunas categorías el veredicto general fue
de escándalo, pese al silencio de la fábrica mundial mediática de mentiras y el
santiguo tercermundista-, Enemigos públicos (Public Enemies, 2009), reexhibida ahora
en Cuba, viene a ser la enésima prueba confirmatoria del calibre narrativo de
un director como Michael Mann.
Si dejamos a Scorsese
tranquilo en su altar de genio viviente de la pantalla norteamericana, no
existe un director allí -Spielberg, Eastwood o Soderbergh, como Martin, se
mueven en otras direcciones, confeccionan otro tipo de cine- que, dentro de la
industria, cuente, encadene, secuencie, dinamice la acción interna del
fotograma e ilumine la pantalla con trazos de maestría semejantes: en última
instancia concentradores de toda una riquísima herencia cinematográfica
nacional, filtrada por el autor de Heat y Alí mediante un dispositivo abrevador
aquí del summun del género gangsteril -de Scarface a Uno de los nuestros- cuya
legendaria estela honra a través de un abordaje proclive no ya a reciclarlo o
remedarlo, sino a reiventarlo sobre la rueda de la reescritura de mitología y
señas identitarias.
Muy superior a la adaptación
de Max Nosseck (1945) e incluso a la más conocida elaborada por John Millius
(1973) acerca de la vida del gangster John Dillinger, Enemigos públicos
-inspirada de forma parcial en el libro del periodista de Vanity Fair, Brian
Burrough, Public Enemies: America´s Greatest Crime Wave and the Birth of The
FBI, 1933-1934-, reobserva el mito del singular personaje del Chicago de los
años ´30, al desmontaje de una visión convergentemente clásica y muy actual,
lejana de la típica idealización del mafioso para aproximarse más a la épica de
un operístico western urbano crepuscular sobre la sobrevida de un outsider, del
outlaw sabedor de su destino trágico y
devorado por el mismo sistema que lo genera, alimenta y romantiza solo
hasta el grado de comenzar a reconocerlo como la antinomia modélica de su hipócrita
tabla de valores. La cual, por otro lado, no prescinde de asociaciones e
interrelaciones entre la Crisis
del ´29 y la debacle bancaria actual (cuanto fue del Martes al Viernes negro,
de la Gran Depresión
a los tiempos de Madoff), amén de subtextos a apreciar tanto en torno a la
consolidación histórica de los aparatos de represión interna y vigilancia
ciudadana como a la relación hecho criminal/medios/espectáculo dentro de los
Estados Unidos.
El
director de El informante y Colateral traduce el perfil telúrico e ideico,
gravitacional, de una formación económico social transitante del esplendor a la
decadencia, al generar fortísimas secuencias de violencia definidoras de su
entraña autodestructora, a la manera de Scorsese en la -también como ésta-
subvalorada Pandillas de Nueva York. Lo anterior, Michael Mann lo reviste de
calibre mayor; son secas, recias, fulminantes, de una planificación milimétrica
que sin embargo no coarta su libertad de formas, sin gratuidad ni estilización
glamorosa. Algo habitual en su obra pero llevado ahora a un punto de avance
difícil ya de mejorar, apoyado en un impactante registro fotográfico de Dante
Spinotti conseguido a partir de la apelación a la imagen de video en alta
resolución que transmuta las texturas de sus arriesgados planos e introduce el
timbre hiperrealista, documental procurado por un filme con urgencias
testimoniales, no postaleras. Las
escenas del tiroteo en la cabaña y la muerte de Dillinger a la salida del cine
Biograph dan cuenta de la vehemencia expresivo-semántica del dispositivo.
En
opinión publicada en The New York Times por el recién finado escritor, crítico
y periodista argentino Tomás Eloy Martínez, a quien sin embargo el filme no le
convenció de modo general, “pocas veces
el cine tiene ocasión de encontrarse con un personaje tan rico como Dillinger,
convertido en icono popular por la elegancia de sus fugas y por su salvaje
atractivo sensual. (…) Uno de los detalles biográficos que refuerzan el valor
simbólico de Dillinger es su muerte, a la salida del cine Biograph de Chicago
al que acude para ver Manhattan
Melodrama, otra joya del cine negro con Clark Gable, Dick Powell y Myrna
Loy. Mediante un sabio y melancólico montaje, Michael Mann convierte el destino
fatal de Dillinger y el resignado mutis de Gable hacia la silla eléctrica en la
metáfora de toda una época que se despide”.
Y,
last but no least, el hampón de Johnny Deep, quien lo creyera entre tanto
personaje rarito o extravagancias equis, no desmerece, en composición de
libreto e interpretación, de las perlas criminales trentipiqueras de Edward G.
Robinson, James Cagney, Paul Muni o George Raft. Decirlo es fácil,
posibilitarlo demanda la conjugación de talento, interés investigativo, amor a
la pantalla, respeto a su historia y una tremenda valentía por parte de Mann,
suya y del equipo completo, si se tiene en cuenta que aquellos hitos (y sus
mentores) construyeron instantes maravillosos de gran cine hace ya nada menos
que ochenta años. Michael continúa reeditándolos, transfundiendo energía nueva
al hecho clásico, para sembrar al aire del siglo en curso un vehículo
metagenérico dialogador con el pasado desde una contemporaneidad incapaz de
desdeñarlo, so pena de sucumbir plano a plano. Con independencia de cuanto
quede por explorar, y loable siempre sea hacerlo, abrevar en la placenta de un
arte nunca deviene ejercicio fútil ni capítulo de retroceso. Piedra a piedra se
hizo el edificio.
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