En la francesa Cahiers du
Cinema, entre las revistas de cine más prestigiosas del planeta, nombraron
“auteur” a M. Night Shyamalan. Aunque los críticos norteamericanos -quienes,
casi en masa, siempre le tuvieron ojeriza- se burlaron, en realidad sí fue señor
autor (en su momento). Hoy, a sus tempranos 43 años, pese a que quizá ni él
mismo tenga idea de qué demonios es, no pasa de un mal tanguista montado en las
aplanadoras formulaicas hollywoodinas.
¿Qué fueron de sus aptitudes para la puesta en escena, aquella
proverbial sutileza, la capacidad de visión, la genialidad en la composición de
atmósferas y en urdir suspense, su manejo de la extrañeza y el “fuera de
campo”, el esquivamiento de la linealidad, la introducción de varios puntos de
vista, la grandeza en la resignificación, la exquisita conformación tipológica
de sus personajes u otros méritos evaporados en el trayecto filmográfico del
cineasta?
Desde El sexto sentido (The Six Sense, 1999) y El protegido
(Unbreakable, 2000) hasta El fin de los tiempos (The happening, 2008), el
realizador indo-estadounidense desembarcó en la costas de ese Nuevo Mundo suyo
del fantastique la Pinta,
la Niña y la Santa María del ingenio,
sugerencia e imago: trinidad la cual nos hizo confiar en la vitalidad
¿permanente¿ de un nuevo descubridor ¿mesiánico? del género.
Costaba creer por tanto, mas en la práctica duele constatarlo, que el
-para mí en un momento venerado- creador de La aldea (The Village, 2004), esa
visionaria e ideológicamente iluminada obra maestra del cine norteamericano,
haya sucumbido de a poco a las aguas más turbias del mainstream y perpetrase
dos engendros tan innombrables como Airbender, el último guerrero (The Last
Airbender, 2010) y Después de la
Tierra (After Earth, 2013), esta última de estreno ahora en
las salas principales del país. Incluso,
ambas, blancos de más deficiencias que La dama en el agua (Lady in the Water,
2006) anterior (premonitorio) fiasco
suyo del firmante de Señales (Signs, 2002).
En Airbender…, la debilidad
del guion se unía en infausto consorcio con la melifua mirada de Shyamalan,
quien incurría en yerros amateurs al fijar el planteamiento de su filme:
confusión en la diégesis, ausencia de ritmo, congestionamiento de
explicaciones, sobreabundancia de diálogos innecesarios, desacertado reparto,
equivocadas composiciones histriónicas, pérdida del timing en las escenas de
las digitalmente sobresaturadas escenas de acción, soluciones incorrectas del
montaje y una trama mortecina, plúmbea, causante del amodorramiento incluso en
la retina del espectador más cómplice.
Algunos de estos errores se
reiteran en Después de la
Tierra, su blockbuster para la dinastía Smith (ya lo del
romance de Will con su incomible hijito Jaden, quien nos tuvo sufriendo dos
horas en el remake de Karate Kids, raya lo vomitivo), donde M. Night suicida
cualquier indicio de autoría, al filmar la más pedestre proposición audiovisual
del gran cine comercial reciente. Su distopía futurista del comandante de la
nave y las hercúleas misiones asignadas a su retoño adolescente para la
supervivencia en el mundo postapocalíptico de la Tierra futura, generan la
risa involuntaria.
La película parece escrita
por un beodo en fase de “iluminación” alcohólica, con su tilín de beato en fase
de paroxismo feligrés. Al margen de sus rayaduras gramaticales, es tecosa,
solemne, embarazada de diálogos tremendistas de manuales de autoayuda e
impuestos trazos filoreligiosos. Detalle no menor en tal sentido: el
coguionista fue Gary White, libretista de El libro de Elías (The Book of Eli, Albert y Allen
Hughes, 2010.
Provisto
de una robótica visión de las relaciones paternofiliales -revestida de una aquí
impegable “espiritualidad pedagógica” capaz de infartar a maestros que
trabajaron este tema en la historia del séptimo arte-, el último desastre de
Shyamalan no posee ni siquiera criterio técnico, en tanto la machacona banda
sonora de James Newton Howard desentona, los efectos parecen de una pieza de
Roger Corman facturada en los ´50 y en la edición no repararon en que las
“hazañas” o pasos de nivel del hijito de Will demandaban mucha mayor movilidad:
de seguro presentes escenas tales dentro de lo filmado, pero a la larga
desdeñadas en el montaje final. Porque lo más escandaloso de todo el asunto es
que el director -no puede haber alguien
más ingenuo en Filadelfia-, delira con salir con el saco blanco de este
fanguero y, como consecuencia de la onanista idea, sustrae acción para conferir
prioridad a los sermones de ese Moisés afroamericano, creído, insufrible y
nepotista a grado extremo en que se ha convertido Will Smith, el gran donante
de la Cienciología:
la secta “religiosa” de Tom Cruise y John Travolta, a cuyo loor varias
megaestrellas de Hollywood han ofrendado antes de este otros desvaríos
cinematográficos. Él pergeñó las notas iniciales, encargó el trabajo y produjo
el filme, junto a su esposa Jada. En la próxima cinta de la familia saldrá
hasta al perro de los Smith; no cabe otra.
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