“Esta vez el viejo De Broca, un señor que siempre supo acompañar a sus
protagonistas masculinos de beldades del sexo opuesto (recuerden al feo
Belmondo con el monstruo Cardinale, en Cartouche), ha traído para prendar
nuestra retina y perdonar cualquier imperfección de la película a Marie
Gillain, una joven actriz dotada en buena ley de todas las herramientas de la
profesión, que para fortuna suya posee el aura de las bellezas clásicas, junto
a un candor extrañamente salpicado de ese desborde de gracia que hizo estallar
las capacidades sensoriales de todo el espectador perteneciente al sexo del que
escribe que asistió a la exhibición de la película. Ella da vida a la señorita de Nevers, a quien
Lagardere cuida desde bebita y después
hace su esposa, lo que comprendemos dentro de la tradición histórico-literaria,
pero que bien pudieron ahorrarse en su libre adaptación De Broca y los guionistas
Jean Cosmos y Jeróme Tonnerre, pues terminamos su deliciosa película con un
sabor a incesto en la boca que no quisiéramos”. Mediante tales palabras este crítico
finalizaba, hace dieciséis años, su reseña de Enrique de Lagardere (Philippe de
Broca, 1997).
Otra coterránea suya, Anne Fontaine, nos
provoca semejante sensación merced a Madres perfectas (Adore, 2013, estrenada
en Cuba), su doceava película y la más provocativa entre todas las rodadas por
esta directora caracterizada por su espíritu subversivo; incluso por arriba de
su Nathalie X (2003), aquel drama erótico con Fanny Ardant, Enmanuele Béart y
Gerard Depardieu donde una refinada y madura ginecóloga experimentaba el sexo a
través de los relatos de la prostituta que contrataba para seducir a su marido.
En Adore, Roz y Lil, encarnadas en su adultez
por las grandísimas (mucho más la primera, dado su morral de registros) Robin
Wright y Naomi Watts, son dos amigas hermanadas en pensamiento y trayectoria de
vida desde su misma infancia, transcurrida en esa tan remota como privadamente paradisíaca
playa australiana donde nadan y, casi dos décadas después, seguirán nadando,
ahora junto a los dos hijos varones de ambas. De la muy singular complicidad
sentimental, emotiva, volitiva de estos personajes femeninos la narración
aporta indicios, no más romper las escenas iniciales. Primero a través de
detalles, luego a partir de la graficación explícita de la unidad de dos seres
que parecen ser cada uno el espejo del otro. Los retoños de ambas replican
cuanto vieron desde que nacieron en la relación de sus respectivas madres. Son,
en tiempo presente, dos atléticos jóvenes, grandes amigos, hermanos de tetas,
cuya mayor afición consiste en romper olas y tomar el sol sobre ese pequeño
muelle flotante del poster del filme. De manera tan hedonista e inefablemente
divorciada de cualquier disrupción como sus progenitoras.
El libreto del curtido Christopher Hampton
(según Las abuelas, de la Premio Nobel
Doris Lessing, la cual lamento sobremanera no haber leído) elide las figuras
paternas o las sobrevuela; así como las obligaciones laborales de los cuatro
personajes centrales. El centro nuclear del relato consiste en atisbar su
burguesísimo día a día de brazadas, lecturas en la arena, buen vino en la
tarde, paz, bienestar, el placer de la conversación cómplice en las residencias
conjuntas junto al mar. Aquí parece interesar bien poco el mundo exterior. Es
un círculo cerrado donde se interactúa con arreglo a códigos particulares y un
universo moral capaz de dar cabida a inauditas galaxias de comportamiento. Es
así que un buen día a Ian, el hijo de Lil, le da por mirar con ojos lúbricos a
la larguicuarentona Roz. Cuanto vendrá en lo adelante será un maratón de sexo
de descubrimiento “mujer madura-chico joven” corte El lector o Aquel verano del
42, como yo no veía ninguno desde la italiana Desobediencia. Es tan magna la Wright (merece ahorcarse a
Sean Penn por divorciarse de esta mujer; quiera Dios puedan verla en la
excelente serie de Nextflix, House of Cards, y aquilaten bien su fuerza
histriónica), que no pone pegas para encuerarse la piel y las entrañas. En las
medias sonrisas suyas, en esos ojos de “da igual todo y deja que las cosas
pasen como vayan a pasar” del cierre, en la manera tan limpia y a la vez tan
tórridamente erótica de plasmar la entrega de su personaje al hijo de la amiga,
en el cono de probabilidades del ciclón dramático de su rostro en la resolución
del conflicto radica más del 60 por ciento del valor de la película. Venerable
miss Robin.
Tom, el hijo de Roz, la sorprende con su
amigo, e, iracundo, va y se lo informa a Lil, quien para frenar el veneno de la
rabieta le ofrece el antídoto más poderoso existente para calmar a un hombre
desde la época de los conquistadores del fuego: abrirle las piernas. Y bien que
se prenda el chiquillo del nuevo regalo. Saborea la contraoferta de la
entendida dama, casi con mayor fruición que el compañero adelantado en la
tarea. Naomi se deja querer por Tom, tanto como Robin deja que la quiera Ian.
Benavente traducía el cariño de abuelos y nietos cual el entendimiento entre
las luces del atardecer y el amanecer. La Fontaine y Hampton, el guionista de cabecera de
Stephen Frears y de la capital Amistades peligrosas, traducen el romance con
sus respectivos hijos de ambas señoras (en un momento literalmente abuelas, porque
los muchachos llegan a casarse y tener descendencia, aunque a la larga dejen
todo a la bartola para volver nuevamente al regazo de las veteranas hasta el
fin de los tiempos) como el destino ¿inevitable? de cuatro personas idénticas
dentro de un entorno viciado, endogámico, exclusivista. Sin impugnarlo.
Tom e Ian, quienes miran a las rubias Naomi y
Robin como el chiquillo de Bigas Luna observaba los ajustadores de La teta y la
luna, o Fernando Rey a Ángela Molina en Ese oscuro objeto del deseo, quedarán
moviéndose en la balsa flotante de su -en la vida real imposible-, kimkidukiana
isla, de aquí a la eternidad, con las generosas abuelas de la Lessing.
Ambivalente, el “mensaje” de la realizadora
parece no establecer posición sobre la burbuja retratada, la cual nunca
desinflará; antes bien es noble, bien intencionado, sabemos (las restricciones
morales están en nuestras mentes, las mujeres son deseadas y capaces de amar a
cualquier edad, nadie debe impugnar el derrotero de vida del otro…) Su película,
sensorial, delicada en lo formal -pese a abusar de la música en las escenas de
playa-, cautiva, atrapa, te imanta a su cosmos y sabe intelectualizar
freudianos ítems relativos al sexo casi tan bien como el Visconti de El
inocente, pese a trabajar en territorio dramático minado. Sin embargo, renquea
en determinados flancos. De seguro, en la novela de la escritora debe haber mayor
materia germinal en torno al surgimiento y consolidación del cuatripartito
enlace amatorio. Empero la
Fontaine no logra exponer su justificación en pantalla, al
soslayar el motivo desencadenante de las relaciones sexuales. A censurar, el
modo abrupto de introducirlas, sin preámbulos informativos. En el caso de la
relación Lil-Tom, peor, puesto que en el lance Roz-Ian al menos se baraja con
algo llamado amor unido al sexo; mientras que en la otra el detonador, si lo
hubiera, sería el mero despecho.
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