Como antes hemos comentado en La viña de los Lumière, el surcoreano
constituye uno de los cines más pujantes del mundo durante el siglo actual.
Ahora bien, ni todos sus exponentes resultan meritorios, ni ha devenido del
todo correcta en cuanto a selección jerárquica, como tampoco sistemática, su
exhibición en Cuba.
Gangster sin nombre, exhibida en nuestro país, representa uno de los
thrillers más rutinarios y abiertamente comerciales facturados por la pantalla
asiática en los años más recientes. De lo segundo puede explicarse, quizá, su
arrollador éxito taquillero en su nación de origen.
Cuando se ha visto a Coppola y Scorsese completos, además de Los Soprano
y las películas de la yakuza del japonés Takeshi Kitano o los filmes de
mafiosos con sombrillas de Johnny To (por nombrar solo a las cimas del
subgénero, en cada hemisferio) no queda menos que sonreír con malicia ante esta
producción surcoreana de 2012 preocupada por inventar el aire.
Un guion, absurdo e infantil, está diseñado para favorecer, cada determinados
momentos planimétricamente prefigurados, la aparición de un punto climático que
enardezca la audiencia. Sucede que estas inyecciones de endorfina no cuentan
con respaldo dramático, o en última instancia algunas son de alcance muy local,
lo cual redunda en una película desnivelada, siempre con la aceleración en
alta, sin remansos posible para el desarrollo de caracteres e incongruente con
su propia escuela y sin mucha posibilidad de comunicación con el público más
allá de sus fronteras.
Cuando realizan películas parecidas, los realizadores surcoreanos por lo
general cuidan mucho el estilo del filme, para levantar en forma cuanto les
falta en contenido. Sorprende, entonces, que esta película sea tan expeditiva a
lo barato, en ambos campos.
Yu Jong-bin, el director, fue comparado con los mejores creadores del
gangsteril en el instante del estreno del filme. La revista Time denominó a
Gangster sin nombre como “la película sobre la mafia coreana de la que Scorsese
se sentiría orgulloso”. Es de imaginar que estuvieran drogados quienes
cometieron tal atentado al nombre del venerable autor de Uno de los nuestros,
puesto que aquí no hay mínimo amago de penetrar en el marco social donde
intervienen los personajes (salvo la puntualización documental del inicio sobre
la cruzada del presidente Roh Tae-woo
contra el crimen organizado) y el espectáculo oscurece cualquier fondo posible de
examen.
Yu Jong-bin vuelve por los caminos temáticos de la, antes comentada aquí, El hombre sin pasado, dirigida por su colega Lee Jeong-Beon, pero sin carenar en las playas de esa
marginalidad que nada más sobrevuela. Muy distante de películas surcoreanas
capaces de retratar estos ambientes de manera mucho más seria, a la manera de
El mar amarillo o Memorias de un asesino, Gangster sin nombre supedita sus
intenciones al ruido, la furia y la fanfarria de cualquier producción
hollywoodense de segunda.
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