Crecí viendo y amando el
arte interpretativo de Jeff Bridges, su seguridad ante la cámara, su capacidad
de contención y esa personal deontología ética que rigió su profesión desde
siempre. Con él no hay deslices, tropezones, ni “no sabía en que me estaba metiendo”.
El actor de “Tucker”, por norma, va al seguro a modelar personajes que de veras
lo son porque poseen pliegues y repliegues, conflictos, dubitaciones…, a
quienes tipifica mediante esa poderosa inserción en su piel, agenciada mediante
una suerte de mezcla singular de sabiduría histriónica, planificada hasta el
grado del detalle, y fisicidad a lo Marvin o Nolte puesta al servicio del ser
encarnado en sus ejemplares trabajos actorales.Tanto mejores cuanto mayor
cantidad de años pasa actuando.
El cine embalsama el tiempo,
decía Bazin, y nos metió en formol incombustible al viejo Jeff, quien lleva
cuarenta años confiriéndole honores para la posteridad a Hollywood, pero sin
embargo no fue hasta 2010 que los olvidadizos académicos le concedieron el
Oscar de Actuación del año; no importaron antes sus cinco nominaciones. Otra
muestra de la injusticia rampante que prima en los criterios “estéticos” de una
Academia más pendiente al capriccio,
intereses de signo múltiple y las vaharadas de coyuntura, que al verdadero
talento y las señales del genio. Si existiera algo parecido a justicia en La Meca, debieron concederle la
veleidosa estatuilla en 1989 por su Jack Baker, de “Los fabulosos Baker Boys”;
o dos años adelante en virtud de su Jack Lucas, de “El rey pescador”, como lo
mismo merced a su The Dude, en “El gran Leboswsky” (1998) o el Ted Cole, de
“Una mujer difícil” (2003). Personajes todos ricos, complejos, inusuales dentro
del estrecho rango de posibilidades brindado por los argumentos del cine
anglosajón actual.
En este período de confusión
de las jerarquías de todo tipo, el gran Jeff continúa demostrando porqué hay
diamantes de costo invaluable y otros son situados en joyerías a precio de
remate. Cuanto hace en “Corazón rebelde” (“Crazy Heart”, 2009) -filme gracias
al cual fuera recompensado con el Oscar y el Globo del Oro del año-, escapa en
par de estadios a la exégesis verbal, porque constituye una de esas
interpretaciones capaz de agotar el repertorio hermeneútico disponible en las
clases de teoría de la apreciación cinematográfica o en la manga de cualquier
crítico. A Jeff no se le entiende de manual, ni con arreglo a las categorías
binarias comunes; mucho menos en una interpretación como ésta, de tanta
implicación emocional para un receptor trabajado en estos tipos sufridos de
varias vueltas que él compone: se le siente y sufre tras un proceso de
interacción directa con la pantalla, que permite al narratario “arañar” la
carne del personaje, sufrir sus tormentos, atisbar sus mecanismos para sortear
las vicisitudes, sus trampas de supervivencia… A un espectador incauto pudiera
parecerle incluso que no está actuando aquí: así de sereno, natural, contenido,
preciso resulta su registro, a cuyo cumplimiento rentabiliza, sobre todo, las
capas de energía interna del personaje. De manera que al Bad Blake de Jeff se le llega desde el entendido del
relato que se alimenta de una gama de implosiones del personaje, fraguada desde
territorio del comedimiento. De hecho, el personaje se pasa la película en
tránsitos psicológicos y borracho -esto último salvo contados momentos-, pero
incluso dicha ambivalencia y la embriaguez nunca llegan a explicitarse por el
mecanismo de la actuación labrada por Bridges, si echamos aparte par de
secuencias impactantes del filme, donde resultaba necesario el remarque de la
condición dipsómana.
La incorporación de Bad
Blake, este solitario cantante crepuscular de country a lomo de tema de T. Bone
Burnett, de vuelta de todos los bares y rondas del placer de medianoche;
curtido de rupturas, quiebres y negociaciones con los vaivenes de la vida;
sabedor de cada uno de los efectos de un alcohol-compañero vital entre el alba
y el retorno a la almohada, entra dentro de lo más rotundo e inhabitual que en
materia de personajes/interpretación nos haya traído el Hollywood reciente, si
bien este country singer venido a menos, looser autodestructivo inveterado de
la tradición fílmico-literaria con ecos de Huston y Peckinpah al Aronofsky de
la reciente “El luchador”, encuentra su inspiración seminal en par de
antihéroes precedentes bastante parecidos, compuestos por Clint Eastwood y
Robert Duvall. Por cierto, Bobby, de productor aquí, se llevó también hace 27
años su tío Oscar por su cantante de country de “Tender tercies”.
La
opera prima de Scott Cooper tiene en su protagonista la baza triunfante de una
apuesta argumental y dramática, mas, vista en paneo, lindante con lo académico,
proclive a contemplar ciertos resortes melos e incorporar personajes sin
demasiada entidad. Es el caso del cantante de country joven, Tommy Sweet,
encarnado por el irlandés Colin Farell. La presunta diferencia entre Blad Blake
y él enunciada en la primera parte del filme no encuentra consonancia con la
derivación dramática posterior; a ello agregarle que el por regla solvente
Farrell nunca ha estado menos fuera de papel que ahora. El rollo del viejo
andarín de tabernas del oeste con la periodista musical (la camaleona Maggie
Gygenhaall se encarga, por suerte) tampoco cuaja en su resolución. Y a veces la
película -a pesar de contar la historia de un cantante de country e ir dirigida
básicamente a un público local muy en conexión con este fenómeno musical
folclórico estadounidense-, tira demasiado la cuerda del encadenamiento de
números musicales, por momentos casi a lo filme de Hannah Montana.
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