miércoles, 25 de junio de 2014

El Goya de Saura


Hasta ahora ha sido el séptimo el único arte capaz de conciliar las otras seis en sí y a la vez tener una independencia abrazadora que lo hace inigualable; de ahí su carácter ideal en tanto mecanismo de expresión. Carlos Saura, de modo semejante a como otros cineastas lo hicieran durante los ´90 -aunque ya lo suyo venía de atrás- tuvo muy en cuenta el axioma en su Goya en Burdeos,  película mixtificadora donde las haya, la cual ora nos parece un filme, ora un lienzo en carne del maestro de la pintura en cuya etapa de la vejez en la ciudad francesa se afinca el relato de la obra.

Esto, no quepa dudas a nadie, es absolutamente intencional, pues lo que Saura pretende, y consigue, es ver a Goya desde dentro de su mente y sus cuadros, y eso solo se conseguía convirtiendo la película sencillamente en un cuadro. De forma que penetramos en un chorro fluorescente de pintura y alucinaciones, donde el elemento formal deviene premisa sine qua non para el cometido propuesto.
Y ello, en cuanto la película, concienzudo y valientísimo ejercicio de estilo, tiene un ochenta por ciento de su misión en los decorados, así como en la iluminación y la fotografía del maestro italiano Vittorio Storaro (el otro veinte descansa en la soberbia encarnación del Goya anciano por Francisco Rabal).  Dómine, en contubernio con Saura, del planteamiento visual de la cinta, el director de fotografía preferido de Bertolucci y otros grandes realizadores se da un festín a su intelecto y rotula una brillante labor experimental que, si bien no le era del todo ajena a Saura -recordemos sus epopeyas flamencas de los ´80-, sí alcanza niveles inusitados dentro de su carrera en la pieza de marras.
Goya en Burdeos (1999) íntegramente rodado en estudios, a veces parece un escarceo lúdico con las cromas. A veces una duda que se diluye entre sombras o se corporeiza en el tapiz.  Todo en el filme juega con el concepto del acercamiento, la aproximación de la idea que podía ser o no y tanto atormentaba a Goya, temeroso de los varios monstruos que podían venir con ella: la razón -en el planteamiento goyesco-; aquella exuberante turbación amatoria que siempre atomizó sus sentidos; la vacilación recurrente ante la valía de la obra del genio; sus delirios y recuerdos, esos que te definen el valor del pasado cuando ya para qué.
Goya en Burdeos, de Carlos Saura, viene a coronar, con alto sentido de dignidad artística, la tambaleante filmografía inspirada en la vida y obra de ese creador universal de la pintura española. Seguramente su densidad narratológica, su vocación transgresora, sus quiebros expresivos (y también la deplorable edificación de su guión) espantarían a más de uno, pero para Saura y el cine ibérico quedará como una película a tener en cuenta por la Historia.

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