En varias de esas usuales controversias en
torno a las posibilidades expresivas del cine se ha dicho que a este arte le
resulta imposible filmar lo que sucede en el interior de los personajes, porque
carece de medios para ello, a diferencia de la literatura. El gran cine siempre
ha desmentido semejante memez. Hay muchas escenas, secuencias completas, en la
obra de Vittorio de Sica que lo refutan: el alma del pequeño Giuseppe se vuelca
en esa última y atónita mirada, antes de caer desde el puente al suelo de
piedras, luego de la amenaza de Pasquale, su compañero de lustrar zapatos, robo
y cárcel de la dura cotidianidad descrita en Limpiabotas. Todo el dolor,
la pena y el asco del mundo encuentran cabida en la madre de Dos mujeres,
al ver a su hija, casi una niña, violada con saña por los militares turcos. El
viejo Umberto D de la obra maestra
homónima rumia su soledad, su vergüenza interior y esa falta de
solidaridad de lo demás hacia sí, en prácticamente todo instante en que su
figura entra al campo de la cámara. Tres minutos le bastan a De Sica en Los
girasoles para precipitar todo un torrente emocional y generar una
atmósfera soberbia de angustia y frustración en ese encuentro de la mujer
italiana con su hombre en Rusia, tras buscarlo afanosamente después de la
guerra y encontrárselo allí, ya esposo y padre.
La filmografía de este maestro de la
pantalla, íntimamente vinculada a la obra escritural de Cezare Zavattini, está
repleta de instantes parecidos, de agudas intuiciones expresivas y recalos en
los más recónditos insterticios de la humanidad de los personajes. De Sica fue, por arriba de todo, un
observador de los sufrimientos de nuestra especie ("Para amar la vida es
necesario vivirla; yo he sufrido, por eso amo a los hombres que sufren",
dijo), alguien que supo mirar al individuo no desde las atalayas del distante
enjuiciador ni desde promontorios de superioridad. Se convirtió en una suerte
de misionero sin ánimo ni vocación de redentor, mas bien con voluntad de
compartir, de establecer un pacto invisible de confraternización entre las
almas que poblaban sus historias y el espectador dotado de sensibilidad, que no
se contaba en gran número precisamente cuando el realizador empezara a
proyectar su calibre en plena cosecha neorrealista.
El cine del creador de Milagro en Milán
unió a la habitual desenvoltura demostrada desde los inicios -principalmente en
las cintas ya inscritas en el neorrealismo-
un depurado estilo de realización, austero, exacto y preciso, donde
convergieron, con armonía en su exposición, el análisis de esa simple
complejidad de algunos de sus grandes personajes, y la efectividad de las
tramas que desarrollara.
Ejecutó ejercicios fílmicos pertrechados de
tanta dignidad como efectividad, en películas contentivas de abundantes dosis
de sabiduría vital que, más allá de la tristeza que emanaran, entretenían y
mantenían el interés del espectador. De Sica solía subrayar y condensar la
psicología de sus personajes, sus pasiones, con trazos certeros, que mucho
ayudaron a comprender la materia de que está fabricada nuestra especie. Las
películas suyas eran visiones contundentes y rotundas de humanidades en
conflicto, merced al delineado del perfil de los personajes; la precisa
selección (y dirección) actoral -en varios casos, personas sin experiencia
alguna en el oficio-; la sencillez genial de la concepción de los diálogos, tan
ordinarios e inelevados como la vida misma; y la imbricación de las descalabros
vitales observados a un marco social concreto, que en última instancia los
germinaba, conducía e incluso determinaba sus desenlaces.
Este
napolitano, nacido en 1901, maduró
varias obras redondas, cerradas, bien ensambladas, las cuales sobresalieron por
el minimalismo maestro con que su creador emprendió la arquitectura
constructiva, decurso y resolución.
Facturó cálidas narraciones, llenas de naturalidad, sin concesiones a
efectismos ni estridencias, de ritmo pausado, donde bullían personajes memorables,
perfilados con tiralíneas e interpretados con apabullante convicción.
Estuvo
familiarizado con el arte al que le dedicó la vida desde los siete años, cuando
realizó su primera interpretación cinematográfica. Quiso o quisieron que fuera,
no lo sé, abogado, profesión que, como con tantos otros sucediera, no llegó a
ejercitar. Le halaban mucho tablas y platós. Antes de actor fue, nos recuerda
Georges Sadoul -quien, por cierto, yerra en su fecha de nacimiento, al ubicarla
en 1903-, animador de café y cantante. En cine sería galán de las películas de
Mario Camerini; al comenzar en la realización ya había intervenido en más de
una treintena de largometrajes, la mayoría en carácter protagónico.
Se autodirigió en Rosas escarlatas,
1940, y Magdalena, cero en conducta y Nacida en viernes,
ambas de 1941. El mismo año dirigió Un garibaldino del convento y La
puerta del cielo. Sobre esta etapa inicial, a la que varios críticos
le señalan la insistencia melodramática, Patrice G. Hovald, en el capítulo
reservado a De Sica en el libro "El neorrealismo y sus creadores",
afirma: "La influencia de Camerini
se deja notar con fuerza, pero la inspiración, de película en película, gana
originalidad, la dirección de actor, autoridad, y su propia posición personal,
responsabilidad. La ironía se hace hiriente y hasta se hará corrosiva y cruel e
I bambini ci guardano. No tardará en aparecer el maestro del cine".
En efecto, aparece el maestro, Limpiabotas
mediante, esa hermosamente ríspida película de 1946 en la que
ya el creador y su en lo adelante inseparable Zavattini comenzaran a apostar a
favor de "lo que generalmente no produce más que indiferencia", tal
cual, con agudeza, expresara Henri Agel en su libro Vittorio de Sica. El
drama de Pasquale, Giuseppe y los tantos vagabundos que como ellos deambulaban
por las calles italianas, le resultaba indiferente al mundo. A nadie le
interesaba el sueño compartido de comprar un caballo, ni más tarde la anulación
personal en el reformatorio. Ni el bofetón que cada mañana les soltaba en el
rostro la hediondez de la pobreza de una economía post-bélica mustia y un orden
social inoperante, excluyente, donde el pobre era la hez que los ricos, cual
gatos, querían tapar para espantar su olor.
La misma indiferencia sentiría la patrona de la casa donde se hospedaba
el jubilado Umberto D, o el comendador, o el otro viejo ¿amigo¿ al que el
anciano le pide dinero sin palabras, porque de implorar se encargan los ojos de
Carlo Battisti -el actor que lo personifica .
En Limpiabotas, De Sica configurará
una panorámica de la estela de devastaciones dejada en los órdenes económico,
moral, social y político por el cataclismo bélico. Al tiempo que apostrofa el status
quo, anatematiza la burocracia de las prisiones y la impiedad para con el
prójimo de algunas personas. "En el filme quise presentar un hecho que
siempre me ha interesado: la indiferencia de los hombres para con las
necesidades del otro", declarará. Limpiabotas,
esta historia de los dos niños condenados a purgar entre rejas el robo de unas
colchas, constituye uno de las películas más nobles y sinceras que alrededor
del atropello infantil el cine haya parido, como lo será, en cuanto a su
reflejo de la soledad de la vejez, Umberto D.
Estaría sujeto acaso a un acto de
iluminación el realizador al rechazar a
Cary Grant para encarnar el personaje central de Ladrones de bicicletas
(1948), así como el respaldo económico de los norteamericanos, en valiente
determinación en momentos en que todos daban la espalda al guión. Es, en fin,
Lamberto Maggiorani, obrero en la realidad, quien da vida al Antonio Ricci del
filme -uno de los dos millones de parados que se dan cabezazos en la Italia de la época-, el
hombre que busca su bicicleta robada para poder seguir pegando anuncios y
continuar así superviviendo con su María y los dos hijos. A Bruno, el pequeño que va tras de sí, lo
asume Enzo Staida, otro actor-no actor salido de la calle. Entre ambos quedará
establecida la comunión emocional, la empatía histriónica que añoraba De Sica
para impregnar verismo, hondura al cuadro dramático planteado. En declaraciones
formuladas a Le Parisienne en 1953, evocaba la secuencia en la cual
Bruno sigue los pasos del padre, presa éste del abatimiento tras ser
sorprendido en el intento de robo de una bicicleta, para fundirse luego la
pareja en bella identificación de dos almas: " Cuando Maggiorani,
llorando, siente la pequeña mano del niño que se desliza dentro de la suya,
tuvo la sensación de que su hijo estaba cerca de él, y sus lágrimas fueron
verdaderamente ardientes de humildad". Como ardientes fueron las de todos
aquellos que en su día advirtieron en la tragedia de Ricci, hombre-muestra, hombre-causa del agobio
capitalista, cuánta amargura se abatía sobre Italia en virtud de la
implantación de un modelo social que De Sica y Zavattini, al igual que otros
abanderados del movimiento neorrealista, enjuiciaron a través de esta y otras piezas, mal que le
pesara a quienes por razones ideológicas no quisieran apreciarlo.
Luego de Limpiabotas y Ladrones de
bicicletas, películas de amplia repercusión internacional, Milagro en
Milán (1950), representó el capítulo tercero de lo que la mayor parte de
investigadores y críticos conceptúan como la trilogía neorrealista de De
Sica-Zavattini, con el "apéndice dramático" -tal cual le denomina
nuestro Mario Rodríguez Alemán- de Umberto D, aunque en verdad, bien
mirado, no hay ninguna herejía ni despropósito en las intenciones indexativas si igual se aprecia
este cuerpo artístico como una tetralogía de estrechos vasos comunicantes,
donde el factor de opresión social desencadena el conjunto situacional. El
dolor, el sufrimiento, la incapacidad del individuo para enfrentar la
supervivencia porque las trabas impuestas por la miseria le superan, devienen
en el gozne interconectivo de los cuatro discursos. Más allá de la unicidad o
la complementariedad temática, a las cuatro películas las emparenta el vigor
narrativo, la reciedumbre dramática de su desarrollo y las apelaciones
estilísticas de los planteamientos formales:
verismo cuasi documental, intérpretes y escenarios naturales, no
maquillajes, cero artificios técnicos (salvo en determinada zona de Milagro
en Milán), ausencia de decorados, iluminación naturalista, diálogos simples
sin calzos de elaboración retórica, total naturalidad en las actuaciones…,
elementos por otro lado identificatorios de la estética neorrealista. Son cuatro regios alegatos que crisparon los
nervios de la oligarquía peninsular y le supusieron a sus creadores ser tachados
de filo-comunistas, izquierdistas y subsecuentes …istas. Si bien, cual suelen recordar estudiosos de
izquierda y derecha, más los segundos, nunca mencionó la dupla De
Sica-Zavattini el término capitalismo, lo que destilan estas cuatro grandes
obras es una total abjuración de las derivantes concretas de dicho sistema:
mendicidad, desempleo, abuso infantil, desatención a la ancianidad, burocracia,
desconfianza e inmisericordia entre los hombres.
El dinero obtenido con Ladrones de
bicicletas (obtuvo, como Limpiabotas, el Oscar a la Mejor Película de
habla no inglesa), le permitió al realizador terminar Milagro en Milán,
que del mismo modo que aquellas, no encontraba productor. Queda articulada en
esta versión de la novela de Zavattini, Totó, el bueno, una parábola
alegórica que no se aleja empero de la cuestión social, si bien desde una
perspectiva menos directa, más asida a lo simbológico que en el resto del grupo
de exponentes, para engañar a la censura. Al filme lo baña un hálito de poesía
y alcanza elevada dimensión en el plano visual, debido a la extraordinaria
belleza de sus imágenes. La crítica marxista ha llegado a ver aquí un velado
convite a la lucha de clases; la religiosa, una furibunda pieza cristiana y la
de derechas sin motivaciones clericales, una tierna película pertrechada de panglossiano
espíritu, donde lo antitético se muestra mucho más en la lucha entre el bien y
el mal que entre la de ricos y pobres, la cual no puede valorarse meramente
bajo términos cartesianos o sociológicos. En realidad, estamos ante un filme
que medio siglo después, amerita otras meditaciones críticas con perfiles más
interrelacionadores. Y ahí radica parte de su vigencia como obra de arte. Se
trata, ante todo, de una cristalizada metáfora en torno a la sumisión del
hombre por el hombre, pero que no se queda ahí, y expande su voz hacia el
terreno de los sentimientos y las ensoñaciones humanas y la necesidad de
compartir amor, para alzarse a la larga cual convocatoria franca a la entrega
de bondad entre unos y otros.
Umberto D (1951), tiene todo para ser un filme
eterno. De igual manera que su antedecente, troca el pesimismo que embarga a la
narración casi completa por una salida optimista, si bien triste, en el
segmento del desenlace. Vencen la vida y la esperanza, aunque no haya esperanza
en esa vida, cuando Umberto Doménico desiste del suicidio ante la hilazón de
circunstancias que le salvan de la muerte a él y al perrito Flike. No sé como
los italianos no pudieron amarla en su tiempo -igual pasó con Limpiabotas y varias cintas, otro tanto les sucedió a los
brasileros con el cinema novo: más
miseria nunca será bien recibido por quien está hastiado de ella-: hay tanto desconsuelo en el orgulloso y digno
anciano, que su drama, contado de una manera detallada, pulcra, queda, atrae
solidaridades y afectos. Película ésta dotada de inusual magnitud de
penetración en el espectador, de extraordinario acercamiento a la raíz de la
humildad en el hombre, de singular maridaje entre la realidad y la ficción. No
en balde, al comentarla, André Bazin, sostuvo que para De Sica y Zavattini
hacer cine supone trazar la asíntota de la realidad. Pero para que la vida se
trueque en espectáculo, para que nos sea entregada en ese puro espejo, como una
poesía contemplada. Tal como el cine la trueca en sí misma.
La almendra
de la producción conjunta De Sica-Zavattini ha de descascarse durante este
período neorrealista. Sus intentos neorrealistas crepusculares contendrán
aciertos parciales, mas no llegarán en ningún caso a alcanzar la estatura
artística de las piezas del período.
Tampoco conseguirán la misma dimensión los posteriores filmes del
realizador, correspondientes a la parcela epilogar de su trayectoria.
Luego
de Umberto D el director cambiaría de cuerda mediante Estación
terminal, 1952, bella aunque vacilante historia de amor contada en tiempo
real, con diálogos concebidos por Truman Capote y protagonizada por la también
estadounidense Jennifer Jones, esposa del productor David O´Selznick. Casi a
seguidas, advendría El oro de Nápoles, 1954, versión zavattiniana de la novela
de Giuseppe Marotta: cinta de episodios, de muchos contratiempos
extrartísticos, interesada en escudriñar las características del pueblo
napolitano. A través de dicha película, Guillermo Cabrera Infante atisba la
decadencia de sus creadores. Por su parte, Mario Rodríguez Alemán estimará en
el libro La sala oscura que "el fracaso evidente de este filme
estuvo fundamentalmente en que se rellenaron los vacíos del argumento con
palabras de las historias de Marotta y con efectos del teatro. En aquellas escenas
en que aflora el realismo, el filme se refugia en el decorado pintoresquista de
Nápoles. También asoma el folclorismo y la propensión a lo turístico con
evidentes acentos de sentimentalismo".
El techo (1955), no esconde su ambivalencia entre
las pocas compatibles vocaciones de compromiso social y compromiso comercial,
aspecto este último más evidente en El boom (1963), comedia al servicio
de Alberto Sordi. Dos mujeres,
trasvase de la novela de Alberto Moravia filmado dos años atrás, remarca las dotes
de De Sica para la dirección actoral.
Conduce a Sophía Loren (que durante la década va a formar parte, junto a
Marcello Mastroianni, el productor Carlo Ponti y algunos elementos técnicos,
del equipo de trabajo habitual suyo) a ganarse un Oscar y rubricar con su
Cesira una de las más torneadas composiciones de su carrera. La película no
agradó a algunos segmentos de la crítica, e incluso le endilgan el calificativo
de "anacrónica". Pese a que no estamos ahora frente a los macizos
guiones de la etapa neorrealista, particularmente no consideramos del todo
fallida a la cinta. Creo que constituye un interesante pronunciamiento en
contra de la violencia dueño de secuencias naturalistas muy valientes para la
época, solo coartado por la plúmbea dosificación espacial del argumento, muy
mal resuelta a nivel de guión, toda vez que el hilo dramático poco movimiento
confiere al motor narrativo ; y por la ausencia de personajes de garra
dramática -salvo el central y acaso el del joven soñador al que da vida un
Jean-Paul Belmondo, a la sazón todavía con tarjeta de ciudadanía del país de
los actores, y no del de los bufones. Caro
a la década, el cine de sketches encuentra en Ayer, hoy y mañana (1963),
una pieza poco desdeñable dentro de semejante modelo. De Sica toma tres relatos
cinematográficos de Eduardo de Filipo (a partir de otro texto suyo, hace Matrimonio
a la italiana, el mismo año), Billa Billa y Zavattini, centrados en los
universos de tres mujeres pertenecientes a diferentes estamentos de la escalera
social italiana: Adelina de Nápoles, la paridora y pícara mujer de
pueblo; Ana de Milán, la aristócrata voluble y casquivana; Mara de
Roma, la prostituta de buenos sentimientos. La principal baza del
largometraje es el pulso con que se conciben en el papel, se encauzan por la
dirección y se resuelven por Sophía Loren tres personajes con tamaña riqueza
caracterológica, infinitud de matices.
Abrazan los ´70, juntos, De Sica y
Zavattini, Zavattini y De Sica. Los
girasoles, estrenada justo en el año que rompe la década, descuella por la
temperatura histriónica del dúo Loren-Mastroianni; la hermosa partitura de
Henri Mancini y la composición fotográfica de Giuseppe Rotunno. Sus autores
vuelven la vista a los tiempos que fueron de la pre a la postguerra para fraguar
en tal contexto esta sugerente variación del tema ancestral de la partida a un
viaje del amante y el posible o no posible retorno. Representa el de Los
girasoles uno de los guiones menos ortodoxos de la creación de Zavattini
para De Sica: no existe absoluta
linealidad en la narración; se juega con varios planos temporales; hay
alternancia de campos espaciales e inserción de flash-backs…Pero el
filme está lejos de incorporar esa energía interna efervescente, oteable otrora
en los trabajos del binomio. Con un elenco eminentemente juvenil (Fabio Testi,
Dominique Sanda.), nueve años después de su publicación, De Sica traslada a la
pantalla, en 1971, El jardín de los Finzi Contini, la novela de Giorgio
Bassani.
No hay más remedio que aceptar que el
trasunto fílmico sobre la historia del cerco y posterior exterminio de una
familia judía de Ferrara, con sus subtramas de primeros amores y caprichos
burgueses, ha envejecido, no obstante su solvente puesta en escena. El veterano
director se abotarga en una narración cansina marcada por su propensión
reiterativa y la desemotividad del conflicto dramático.
Aunque en su momento recibió elogios
-incluso algún crítico habló de "reverdecer" de la carrera del
realizador y todo-, a mi juicio atestigua el declinar del maestro, cuyo
esplendor innegable había tenido efecto ventitantos años atrás.
Con
todo, el filme corroboraba el interés manifestado a lo largo de la vida por el
cineasta de indagar en las esencias del comportamiento de los hombres, de
aquilatar la incidencia de factores externos -en este caso, la guerra- en la
descripción de trayectorias vitales, de sondear las llanuras abisales del alma.
Consecuente para consigo hasta la muerte,
aguzó sus oídos hasta el último instante para escuchar lo que para otros era
silencio: porque si algo resulta seguro es que el musitar de la existencia, ese
envés del lado mostrable y tangible, únicamente puede ser captado por grandes
perceptores. Vittorio de Sica fue grande y lo será, pues a través de él nos
asomamos más a nosotros.
(Publicado originalmente en la revista Cine Cubano)
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