domingo, 13 de julio de 2014

Boccaccerías habaneras: una gozada de Arturo Sotto


Antes de los invencibles escritores rusos, por años, entre mis predilecciones literarias figuraron Las mil y una noches; el Decamerón o el Apólogo de la Fantasía. Mientras, al paso de la infancia, leía los tres últimos (verdaderos relatos-ofrendas al arte de contar; historias-tributos al poder demiúrgico del narrador), veía cine a mares, con mucha preferencia, entonces, por las comedias italianas de los ´60, donde por primera vez nos llegaría la evocación visual de esa conformación biológica inigualable que es el cuerpo de una mujer, mediante aquellos torsos reales de la Cardinale, la Loren o la Schiaffino. De dicha cinematografía, más tarde, disfrutaríamos los acercamientos que al mundo bocacciano estamparan grandes maestros, a la manera de Pier Paolo Pasolini (El Decamerón, 1971) o, con precedencia, Vittorio de Sica, Federico Fellini, Mario Monicelli y Luchino Visconti (Boccaccio ´70, 1962), dentro del formato de los -a la sazón allí tan populares- filmes de “sketches” o cuentos.

Intuyo que Arturo Sotto compartió experiencias de crecimiento más o menos similares. El director de Amor vertical ha realizado en la tierra fervorosa, pasional y amante de Carlos Enríquez una película que es pura alabanza a la fuerza de la imaginación oratoria para conformar el barro de la ficción, sí; pero sobre todo para disparar la maquinaria de ignición sexual a través de la erotización de escenarios posibles en territorio de la fantasía. Esto es, sin complicaciones lexicales, que el firmante de La noche de los inocentes ha sabido tocarle el clítoris al vocablo encargado de expresar lo que más arrebata a los humanos a través del dedo (o las palabras transmutadas en imágenes, dado el arte, claro) pertinente en su estrenada Boccacerías habaneras (2013).
Arturo, un creador con mucho cine visto, culto, inteligente, conformó aquí una comedia cinematográfica en posición de devolverle la dignidad al género en un país donde tal parcela se contrajo a magros niveles artísticos, al suelo de la astracanada, lo cabaretero, en un arco espacial que cubre desde incluso antes de la abominable Un paraíso bajo las estrellas hasta la infame Se vende.
Boccacerías habaneras es una película donde, sin dejar de poner sobre la mesa nuestros tantos problemas de diverso orden -cual resulta habitual en los opus artúricos-, no nos autohumillamos ni convertimos por gusto propio en objeto de sorna para el exterior; donde no se descubre otra vez el Mediterráneo y en la cual -por una vez en la vida- aparecen algunos rostros bonitos de la capital (no todo en Cuba son los escombros de Centro Habana), como parte de una visualidad luminosa y esta paleta polícroma de Alejandro Pérez que tanto respalda al tono de la narración.
Se trata Boccaccerías… de una auténtica gozada, rodada con libertad, frescura, desenfado, algún saludable desparpajo natural y máxima complicidad con los actores que la gozan en la aventura, en cuyos fotogramas Sotto campea a su aire entre las convenciones del género. Lo anterior no es peyorativo; sino reconocimiento de su capitalización a conveniencia, la constatación de su maniobrabilidad en tan difícil franja, algo ignorado por ciertos sospechosos “comediantes” habituales.
 Aunque a veces se tienta por la obligación hollywoodense de originar circunstancias con olor a lugar común; pese a que el segundo y más pobre cuento no conecte con los otros, más allá de la no interrelación/unicidad confesa de los tres (Arturo, creo que te faltó una buena hembra aquí para machihembrar con justicia todo tu grand guignol sensual, con perdones para quien pueda apreciar en ello un reclamo falocéntrico); y la cinta se dispare hacia múltiples personajes (probablemente demasiados), la solvente encadenación de situaciones, la edición de Alejandro Varela, el remate de los gags y el timing resultan muy acertados. La fluencia narrativa permite la inserción, con tino, del pasaje de hilaridad en la oportunidad conveniente. Casi nada está a destiempo dentro del metraje en cuerda tal. Conseguir eso, nada más lejos de lo sencillo en Cine así parezca elementalidad, conlleva años de estudio, visionaje, aprendizaje, intuición, organicidad, planteamiento y criterio.
Aunados dos de los tres cuentos por el aliento inspirador de esa usina imaginativa que fue el inmortal texto signado por Boccaccio en el siglo XIV, el también guionista Sotto bien cubaniza un ambiente espacial en el que, igual a como le pasaba a los personajes del italiano, la pulsión lúbrica contamina las decisiones humanas, activa el encéfalo e irriga de dopamina, endorfinas y feromonas esa formidable ingeniería de acople que es la especie: de forma singular su versión nativa.
En tal sentido, el realizador de Pon tu pensamiento en mí emplea dos figuras femeninas perfectas, a rango de guion y actuación, para el primero y el último de los cuentos de su comedia erótica de estructura coral: o sea, Catalina, la prima casamentera enganchada con el jalón testosterónico del pariente y la tabaquera decidida a levantarse al becario (por cierto, falla el casting con este último: lo del atractivo primito universitario del sketch inicial se cree; no así la convocatoria masiva de -en el arte amatorio curtidas- morenas torcedoras ante la llegada a sus prácticas de producción del paliducho huésped). La Catalina enyuntada en pasión adúltera semincestuosa el propio día de su boda tiene la mirada más puta de toda La Habana. No te enojes, Claudia Álvarez, que ello supone un gran elogio en el universo de significados inherentes a este nicho temático, y lo que Dios nos dio… Mientras, Yudith Castillo, la María del Carmen, es una versión mejorada (más joven y musculosa) de Beyonce. Con par de niñas así no hay primo ni becario ni director en busca de historias capaces de resistirse.
El maldito Sotto sabe lo anterior, como también sabe sacarle partida al tiempo -su película se degluye, con fruición, en un santiamén-; apoyarse en secundarios deliciosamente incorporados como los personajes de Luis Alberto García o en lo fundamental Patricio Wood y discursar (sin discursos) sobre la cambiante, maleable, flexible criatura de la creación artística. Tema sobreexplotado en la pantalla, pero que él lo asume de forma digna y funcional.
Boccaccerías habaneras, en fin, no alarguemos más el orgasmo de juicio del crítico, representa otro punto a favor de la cinematografía cubana: una escuela fílmica con muchos reprobados durante los últimos tiempos y urgida en consecuencia de promociones similares. Sin fraudes, con ganas, con sabor. A propósito, no sería fútil recalcar otra vez ahora que no es imprescindible fraguar obras maestras, ni siquiera extraordinarias piezas fílmicas; sino hacer más y más diverso cine, como nos recordaba Tomás Gutiérrez Alea. También se requieren las simples buenas películas sin ansias de inmortalidad como estas, pues aportan y ayudan en muchos sentidos a la filmografía nacional.    

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