El club de la pelea (Fight Club) golpea con saña en
las heridas de una generación que ha llegado al colmo del aburrimiento y del
desinterés hacia un estado de cosas inamovible, hacia un universo regido por
fiebres consumistas producidas por la anorexia que sufre la mente humana ante
un diseño, manipulado casi maquinalmente, de modos de vida. Tyler Durden, el
antihéroe protagonista del filme (encarnado por un Brad Pitt metido en el mejor
personaje de su trayectoria hasta aquí), es por asociación un componente
portador del espíritu misfit salido de la garganta de la contracultura americana.
Resulta un botón de muestra de hordas generacionales de desadaptados sociales
que viene a ser una prolongación del
aliento maverick ya apreciado en aquellas primigenias películas de
cuerienchaquetados de los años cincuenta y luego reafirmaban en su viaje
sicodélico por las carreteras de la Unión Dennis Hopper y Peter Fonda en la
antonomásica de los ´60, Easy Rider.
La película de David Fincher cuenta con un
indeclinable magnetismo visual y una historia sugestiva, sugerente e
inquietante. Sus propuestas conceptuales quizá le hagan ascos a muchos, como en
su día sucediera con Crash, de Croneberg; o Asesinos natos, de
Stone. Aunque parezca una perugrollada
olímpica recordarlo, por lo que se cuenta en la historia de un filme, por muy
cuestionable que sea; o por el
pensamiento y acción de un personaje, por muy negativo que sea, no debe
valorarse ni la magnitud artística de una película ni, necesariamente, la
plataforma ideológica de sus realizadores. No creo que en esa obra de arte
llamada Herida, del maestro Louis Malle, sus trece coitos -como tuvo a
bien contarlos cierta vez en estos lares una recatada señora- la hagan
pornográfica, como tampoco pienso, con el perdón de Coppola quien así la vio
presidiendo un Cannes, que la increíble Crash sea pornografía
intelectual, pese a que lo en ella hacía la rubia canadiense Deborah Karah
Unger y toda aquella fauna automovilística indujera a creyerlo. Porque Brad
Pitt y su amigo Edward Norton
desarrollen esa singular estrategia de destrucción contra consumo, no podemos
pensar que Figth Club alienta a ello.
Se trata de la observación (y no análisis),
porque la película no intenta analizar nada y ello la hace más subyugante, de
modelos de conducta irracionales de seres zambullidos en océanos de
irracionalidad, quienes por salida no tienen más que el ataque. Se trata de un
peculiar experimento cinemático con los impulsos humanos, semiinexplorado y
atractivísimo campo. Se trata de un seguimiento imparcial del absurdo y lo
absurdo, con intérpretes cuya alta temperatura actoral nos hace imbuirnos de la
fiebre del filme, de ese delirium tremens que es El club de la pelea
todo.
Con el filme, empero, se recuerda lo que les
sucedió a los maestros Robert Altman y Terry Gilliam, quienes tenían en sus
manos dos películas de smoking y el guión les dejó en calzoncillos sus Pret-a-porter
y Miedo y asco en Las Vegas. A El club de la pelea la mata el
guión, cuyo nudo y desenlace le mete un virus a una prometedora primera hora
del filme, trastocándola de arriba abajo, y dejando en poder absoluto de su
trío protagónico (donde falta por mencionar a ese maravillosa camaleona inglesa
nombrada Helena Bonhan-Carter, que por otro lado, inocula un venenillo sensual
muy refocilante) y de ciertas escenas de garra los destinos dramáticos de una
obra rara, atípica, que la crítica americana (tenía que ser) hizo trizas en su
momento, pero que bien vista, no está muy lejos de parecerse a eso que quienes
tienen buena vista cinematográfica llaman "una película de mucha
personalidad". Mal que les pese a
quienes les pareció más un insulto.
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