Aunque sin similar masa
cuántica, pero a la manera del western, el gangsteril, la comedia o el musical,
el drama carcelario -cruza entre el noir,
el policial, el cine de acción y el melo- forma parte de la historia del cine,
de la esencia de Hollywood; e iconos, fotogramas y secuencias de sus piezas
claves jamás se desdibujarán, en tanto integran esa galería de “apariciones
adorables” proclamadas por Derrida.
Con nosotros se irán al otro
patio los rostros queribles del carimaldito Cagney, Muni, Bogart, Tracy, Fonda,
Raft, Lancaster, la Hayward,
Newman, Redford, Eastwood o McQueen, recibiendo -o causando- sufrimiento
entre los barrotes de Sing Sing, San Quintín, Westgate, Alcatraz, Attica o los
lodos de diabólicas islas-prisiones.
Más allá del consustancial
morbo humano por penetrar de alguna forma en un espacio donde bien resulta
posible que la especie pacte con sus componentes más primitivos para
sobrevivir, e incluso la tan a simple vista paradójica como en propiedad a la
raza irresistible subyugación de pillar de lejos lo que se teme con el más
percutiente pavor, la base del origen de su atractivo en la pantalla -lo mismo
que en la literatura-, descansa en que su materia prima básica son los
perdedores, con su consustancial fardo de irrealizaciones, malas coseduras,
patas metidas. Da igual sean inocentes, si es que siempre lo serán, ya lo
sabemos, o criminales redomados. Al traspasar la celda, la jugada se perdió,
aun ganándola. Estriba en que puertas adentro de la jungla entre rejas las polarizaciones se extreman, la competitividad alcanza rango supremo y son
comprobables en estado puro algunos postulados de Darwin. No sin causa deviene
uno de los escasos sitios donde la humanidad puede llegar a mostrarse en su
materia original, sin las puestas en escenas sociales y las representaciones de
cada parque temático de nuestra rutina.
Aun si se considera, junto a
Octavio Paz, que la mismísima originalidad es primero una imitación, todavía a
estas alturas está siendo probable la aparición de bocanadas de novedad y
existen historias para contar -hecho bendito dado el déficit mundial de éstas-,
relatos fílmicos que desdicen las hipótesis manejadas por algunos de que el
género resulta un arcaísmo o un mero registro fósil en la actualidad. Dejando
atrás todo el cine carcelario clásico norteamericano conocido, la tantas veces
examinada brasilera Carandiru (2003),
intentos progre sobre la pena de muerte, o las insistencias temáticas del
progenérico Frank Darabont (Cadena
perpetua, 1994; El último pasillo, 1999),
colocados ya en el ramal más próximo de esa locomotora sin estación terminal
que es la pantalla, existen varias películas de cinematografías sin mucha
tradición en este cine como Alemania, Corea, Turquía, Polonia, Eslovaquia,
España y Francia, las cuales, sin inobservar las preceptivas convertidas en
tópicos indestronables dentro de la escritura fílmica de marras, ni por
consiguiente abjurar del modelo clásico de representación, alientan determinados
desplazamientos de acento en las formas de dichas retóricas.
Uno de los filmes recientes
de mayor significación es la ya en esta sección comentada cinta francesa El profeta, y el otro es la española Celda 211.
Diciéndolo con las palabras
del crítico José Luis García, de El
Magazine de Oviedo Diario, “Celda 211 es más que un thriller
carcelario. Es una novela sobre la condición humana, sobre lo grotesco de la
misma y sobre lo fácil que puede ser invertir los papeles cuando los astros no
nos son propicios”.
Ni Critias, ni Utopía, la
prisión de Zamora donde discurre el relato de la cinta -según el libro homónimo
de Francisco Pérez Gandul- es la madriguera inhóspita de tipos como Malamadre
(Luis Tosar, a punto de sus maravillosos 40, dando la que sin duda fue la
actuación del año en España), el detritus, los hecefecales de un orden a veces
tan injusto dentro como fuera de los barrotes, explícita a las claras,
verbalizada incluso, la anterior: una de las ideas centrales del filme de
Daniel Monzón.
En el indispensable camino
local a negociar desde la ira hasta la aceptación aquí han sucumbido vidas
sometidas a un doble sistema de castigo, propiciado por las duras condiciones
de vida internas y el maltrato de los funcionarios del penal.
El antiguo crítico de cine Monzón
y su guionista Jorge Guerricaechevarría saben
que ya Curtiz, Hawks, LeRoy y el Dassin de Entre
rejas (1947), de forma más o menos ingenua según el caso, le sacaron las
lascas fundacionales al asunto, y lo que hacen es contextualizarlo,
redefinirlo, a la situación carcelaria actual en la Península -entre las más
desastrosas de Europa-, tal cual optó el coreano Choi Jin-ho en The executioner o antes el turco Yilmaz
Güney en El muro (1983). Su thriller
con tintura de drama social evade lugares comunes -no túneles, no sodomía-,
juega como sucediera en Brubaker
(1980), de Stuart Rosenberg, aunque sin la misma intención y menos convicción
allí, con la ecuación de poner en chirona a quien vendría a representar a la
ley, matemática narrativa que le ubica en total situación de apuntalar uno de
los planteos cenitales de su cinta.
Utiliza de forma nada
gratuita el recurso del televisor en tanto vehículo constante de catalización
de los hechos durante el motín de los reclusos, ya menos como imagen de la
posición determinante de los medios de comunicación hoy día que como
constatación de la suerte de de index histórico-factual en que se ha convertido
la expresión audiovisual a la fecha, como lo asumieron Brian de Palma en Redacted o Matt Reeves en Cloverfield.
Prodiga algunas suculentas
composiciones de personajes en el papel y la interpretación -aguantados sí por
la viga maestra de Malamadre-, y da una lección de ritmo, dosificación del
tiempo narrativo y progresión dramática, elementos nudales perdidos a cada rato
por la pantalla ibérica. El mejor cine de género en el corazón de España -no
importa el flagelante final con el cual se autoatenta Monzón ni las cargantes
retrospectivas callejeras del personaje de Juan Oliver, el funcionario de
prisiones encerrado por accidente o la delgada línea del azar. Sin imán hacia
las cartas náuticas gringas, respetuoso a los matices culturales propios, con
cabeza propia, y en otra galaxia de sonrojantes naderías de acción carcelaria
al servicio de Stallone, Van Danme o Statham de los noventas y el actual
siglo.
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