En su obra, M. Nigth
Shyamalan (Pondi-cherry, India, 1970) explicita marcas autorales, deja siempre
huellas enunciativas. Es el suyo un cine que trabaja con la sustracción factual
a lo largo del desarrollo narrativo del filme, en tanto elemento potenciador
del fortísimo efecto dramático generado por sus consabidos twists o golpes de timón finales iniciados desde El sexto sentido (1999). Cambios de
rumbo que aventuran sus películas hacia áreas resolutivas insospechadas, por
regla sorprendentes. Pero para llegar a esos
cierres habituales del realizador -que suelen resignificar sus películas- no
deben apurarse malos tragos baratos a lo largo de dos horas, sino en cambio
degustar un estilo cautivante de tomas largas, discurrir parsimonioso,
elaboradísimas y densas atmósferas de terror, modélicos climas de suspense.
Esto como opción estilística de relatos de concepción minimalista, habitados
por unos pocos pero interesantes seres sin mucha brújula, en busca de un lugar
y una razón en el mundo. Personajes rendidos casi siempre a la melancolía o el
desinterés vital, cuya delineación de un binarismo Bien-Mal de raigambre
filoreligiosa resulta por lo general pivote para ocasionales reconversiones
espirituales, cual sucedía en Señales
(2002).
El indo-estadounidense
Shyamalan, a sus 40 años, y no demasiadas películas, es un autor según el
entendido europeo del término. Y, habida cuenta de que su base nutricia es
clásica, hace como los grandes directores de la época dorada de Hollywood, en
tanto no renuncia ni a la industria ni a las grandes estrellas. Al modo de
Hitchcock, punto de referencia más socorrido a la hora de parangonar su obra
impregnada de suspense, misterio y tensión. Si bien el contenido metafórico de
dicho cuerpo creativo guarda escasa relación con el discurso directo del
realizador de Los pájaros.
Las películas de Shyamalan
nunca van a dejar de funcionar como metáforas (su El fin de los tiempos,
de 2008, antecedió las observadas por obras posteriores de diferentes
directores, como La carretera u otras de la variante
apocalíptica). Eso es exactamente también La
aldea (2004), punto creativo máximo del creador a ojos de quien escribe: la graficación tropológica
del autoaislamiento estadounidense del resto del mundo a través del engaño a su
pueblo por parte de todas las administraciones, sobre todo la de Bush hijo,
durante la cual fue estrenada la cinta.
En esta joyita de terror
intelectual Shyamalan utiliza como arcilla para moldear su discurso temores
ancestrales de la raza humana, a lo desconocido, la oscuridad, el bosque visto
como territorio de lo ignoto, el miedo transmitido por narración oral. Aunque
el empleo del componente terrorífico tiene un sentido dual: el referido a la
propia esencia del género, asustar; y el de servir de plataforma alusiva a
males contemporáneos, a la manera de lo mejor del género.
El realizador alegoriza en La aldea el modus operandi de los gobiernos estadounidenses de infundir pánico
como mecanismo de control sobre la población. Lo que hizo Shyamalan fue tomar
la idea central de Bolos para Columbine, de Michael Moore, para
virarla de revés del documento a la ficción mediante un proceso de
extrañamiento acentuador del poder parabólico de un filme que además difumina
su sustancia simbólica hacia otros centros de atención: el concepto de
país-concha encerrado en sí mismo por la retórica aislacionista, el poder del
fundamentalismo religioso de la cúpula WASP (blancos, anglosajones,
protestantes) con amplios márgenes de maniobrabilidad allí…
El cine del creador de El protegido (2000) se sustenta en la
composición de fábulas morales, articuladas en los universos de la fantasía, la
magia y los milagros. Por lo que no fue extraño a sus fanáticos ver cómo en
septiembre de 2002 la revista Newsweek
le endosaba el calificativo de “el nuevo Spielberg”. Acaso aquel uno de los
escasos instantes de luna de miel entre el cineasta y los medios
norteamericanos. Aun no había estrenado La
aldea, literalmente achicharrada por la crítica yanki, la cual quizá no la
entendió o por el contrario comprendió demasiado bien su tesis, harto difícil
de permitir desde una maquinaria ideológica del imperio de tanto peso como
Hollywood. Volviendo a la comparación con el director de E.T, un elemento clave diferencia ambas órbitas: el sentido
operático del espectáculo de Steven nada tiene que ver con la parsimonia de M.
Nigth en la puesta en escena.
A lo Chaplin, a lo Robert
Rodríguez, Syamalan produce, escribe y dirige desde los primigenios y muy poco
conocidos dramas Praying with anger
(1992) y Wide Akake (1998). En
Filadelfia, donde llegó tempranamente de Madrás, India, este hijo de doctores,
casado y con varios hijos, fundó su propia productora, la Blinding Edge Pictures. Es un
tipo tranquilo quien afirma que todo el hálito mágico desprendido por su cine
“resulta una reacción a lo normal y aburrida que es mi vida”.
No así su trabajo, del cual
cabía esperarse venturosas sorpresas, luego de un sólido paso inicial. Sobre
todo dentro del campo del fantaterrorífico, cuyo mapa moduló al desterrar de
sus relatos lo gore o sanguinolento,
así como la violencia y el exceso de subrayados que tanto lastiman al género,
confiriendo preeminencia al componente neuronal en la trama. Aunque no pocos lo
tildaron de reiterativo y de abusar de trucos y artimañas narrativas, en cada
uno de sus primeros filmes nuestro hombre se renovaba.
Hasta que comenzó a dar
muestras de involución en una película sosa por donde se le mire, a la manera
de La dama en el agua (2006). Tras
el posterior semilevantón de la citada El
fin de los tiempos, recurvó hacia el trabajo al servicio de la nada
absoluta en El último Avatar (2010),
para confirmar la transformación negativa operada, de sopetón y sin mucho
aviso, dentro de su ejecutoria.
Desde su estreno en los
Estados Unidos, El último Avatar (The Last Airbender), en cartelera ahora
en la sala Patria (3D), se granjeó fortísimo espaldarazo popular. Semejante
devoción antes los filmes de Shyamalan era ajena desde los tiempos de El sexto sentido. Pero que la alharaca
en taquillas no provoque dudas a nadie. Más allá de las a veces invaticinables
recepciones del espectador estadounidense, estamos ante lo único en verdad completamente
deplorable filmado hasta la actualidad por el, otrora, extraordinario
realizador indo-norteamericano. Incluso blanco de más deficiencias que La dama en el agua, el anterior fiasco suyo. No obstante, dado el rédito
conseguido, la cosa apunta a trilogía. Cosas veredes, Sancho, en Hollywoodland.
Entre los muchísimos puntos
de atención del universo de este hombre -maravilloso, singular, pese al par de
tropiezos citados- siempre concitó mi atención no solo su anteriormente
comentada empatía con lo fantástico o el cine de género, sino su adoración
hacia lo infantil, lo cual comparte, a través de disímiles facetas, con sus
hijos. Amante confeso de la serie animada Avatar:
The Last Airbender, suerte de pseudo
anime americano producido hace un
lustro por Michael Dante DiMartino y Bryan Konietzko para la cadena televisiva Nickelodeon,
no nos resultaba secreto a sus seguidores que Shyamalan deseaba transportarla a
la pantalla.
Difícil de creer, pero este
director objeto de respeto dentro del circuito especializado de Europa o Asia
pero tenido como puro fraude por buena parte de la crítica norteamericana, logró
un -casi increíble para su mala fama interna- presupuesto de blockbuster cifrado en 148 millones de
dólares a propósitos de ejecutar su capricho: esta historia de la guerra entre
la nación del Fuego con las del Aire/Mar/Tierra; y el niño Aang, capaz de
manipular los cuatro elementos.
La película, mezcla rarilla de
aventura fantástica de artes marciales con panfletadas místico-espirituales,
hace agua no más promediar el relato debido a la incapacidad para articular una
noción de desarrollo marcada por la coherencia narrativa.
La debilidad del guion se
une en infausto consorcio con la melifua mirada de Shyamalan, quien incurre en
yerros amateurs al fijar el planteamiento de su filme: confusión en la
diégesis, ausencia de ritmo, congestionamiento de explicaciones, sobreabundancia
de diálogos innecesarios, desacertado reparto, equivocadas composiciones
histriónicas -un crítico amigo me comentaba con toda razón que encontrar malos
intérpretes infantiles en una película norteamericana resulta difícil, y aquí
actúan mal-, pérdida del timing en las
digitalmente sobresaturadas escenas de acción, soluciones incorrectas del
montaje y una trama mortecina, plúmbea, causante del amodorramiento incluso en la
retina del espectador más cómplice.
La proverbial sutileza del
creador de obras excepcionales queda trastocada aquí en onanismo exhibicionista
dominado por la maquinaria tecnológica, la fanfarria del 3 D e infografía hasta
por gusto. ¿Qué has hecho, Shyamalan? ¿Dónde quedó tu cine?
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