Todo comenzó en
el podólogo. La productora Carla Santos Shamberg se enteró allí de la historia
real de Erin Brokovich, justo con ella, quien era entonces o lo sigue siendo
-¿a quien diablos le importa¿-, su compañera de cortarse los callos. La
historia de esta simple mujer de pueblo que vence en los tribunales a un
emporio corporativo cuya cantidad de millones no cabían en la casa de toda su
familia junta, le pareció potencialmente lucrativa a la señorita Santos. Después
de todo, si era buena espectadora de cine americano, sabía que el mismo relato,
con ligeras diferencias, casi siempre había engatusado a los locales, quienes
por su idiosincrasia, modo de ver el mundo y toda la porquería que le enlatan
en la cabeza desde que nacen aprecian en estos "solos contra el
mundo" a suertes de John Wayne callejeros que consiguen lo que quieren: no
ya a base de pistolas, sino mediante los cañones de la perseverancia y un
espíritu indoblegable. El bueno de Steven Soderbergh tomó el guión en sus manos
y compuso la que considero una de las menos malas películas de tema análogo que
se hayan hecho, aunque muy lejos de The
rainmaker, de Coppola; y sin el peso suficiente como para que los
demasiadas veces irracionales académicos cometieran la pifia siniestra de
nominar a su director por doblete, justo en el año de la excelente Traffic.
Erin Brokovich, el filme, no es más que otro
puñetazo apócrifo al poder, en cuyas fibras en verdad subyace un pálido intento
de denuncia social autoneutralizado por el giro que la película misma estampa
para que el golpe se quede en el aire al convertirse en otro largometraje
filocapriano de autorrealización personal de don nadies que ya el viejo Frank realizaba hace la
friolera de seis décadas. Solo que más refinado; menos ligth que los de corte Acción
civil; menos peliculero en el uso de la música e incluso el montaje; con
diálogos en buena medida ingeniosos y en los que se advierte, aunque a la
postre no se resuelva nada, al menos conmiseración por parte de sus creadores
hasta la tragedia sufrida por el pueblito de Hinkley de manos de la Compañía Pacific
Gas and Electric, que contaminó sus aguas y envenenó, causó enfermedades
mortales o diversos traumas a sus habitantes. Se le agradece que la película se
ahorre las consabidas partes de los
tribunales, algo que la diferencia de sus semejantes. Tanto como que, de manera
bastante inteligente, el guión trabaje el perfil psicológico de Erin y permita
la recreación de su vida privada, lo cual humaniza mucho al largometraje.
Soderbergh
también se buscó a un actor secundario de armas tomar, el británico Albert
Finney, y a una actriz, que aunque no pertenezca a la línea de las camaleonas
excelsas estilo Winslet, Bonhan Carter, Close..., y sin una digamos notable gama de registros,
hace correctamente lo suyo y proyecta tal simpatía, que suele granjearse los favores
de propios y extraños. Si bien no como
para llevarse el Oscar ni nada así, Julia Roberts compone solventemente su
empírica leguleya, y ello también coadyuvó a que Erin Brokovich quizá se
valorase demasiado alegremente en su momento. Aun
cuando estemos, jamás lo tendré en duda, ante una película de calibre medio
donde, pese a todo lo que se critica, nada mal parada sale una nación en la que
las Erin Brokovich, a lo Forrest Gump, logran subir del suelo al cielo,
conseguir su sueño y llevar siempre al banco sus buenos fajos de dólares. En ganárselos está la gloria, glorificado sea
quien se los agencie: si colgando faroles en una cerca, bien; si salvando pueblos, bien. Como éste ha sido
el caso, ¡enhorabuena¡. Bravo pues, Erin. Eres una estupenda heroína americana.
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