Quentin
Tarantino, abierto desde joven a los cines de todas las latitudes, dijo en
octubre de 2013, durante evento fílmico celebrado en Corea del Sur: “No es solo
la mejor película que se pueda ver aquí, en el Festival de Busan; es que es la
mejor película del año”. El realizador norteamericano se refería al
largometraje de Israel titulado Big Bad Wolwes (¿Quién le tiene miedo al lobo
feroz?, la denominación original hebrea), segunda incursión fílmica de los directores
Aharon Keshales y Navot Papushado tras su debut, Rabies.
Aunque pantagruélicamente desproporcionada
como casi todas las absolutizaciones, el firmante de Malditos bastardos sí tuvo
el tino de poner ojo avizor sobre un pequeño gran filme, premiado en diversos
festivales, cuyos subtextos podrían leerse como pertinente metáfora en torno a
la violencia en tanto práctica de vida dentro de un país en el cual algunos
habitantes, a la manera de la dirigencia sionista, hacen uso y abuso del poder,
sin parar mientes en sus repercusiones; solo guiados por instintos primarios de
(presunta) conservación amparados en la fuerza bruta.
Ahora bien, el relato camina peligrosamente
sobre una delgada línea conceptual que en algún punto de la reflexión induciría
quizá a legitimar tales opciones, lo que en la práctica no alejaría sus
enunciados del decálogo político imperante allí. En todo caso, cuanto sí queda claro de esta
ambigua pero a la vez subyugante propuesta es su traducción del estado de
desasosiego anímico social, por la vía de personajes amargos, rudos,
cervalmente radicales. De tal que el filme opere cual espejo de las
reverberaciones colectivas expresadas en la conciencia social de un país en
perenne confrontación fagocitadora.
Impactante ejercicio de estilo -de impecable
factura técnica- que enjaeza el humor más negro con un hard thriller en pico
permanente, el terror psicológico y el policial, la estrenada cinta transita la
cuerda temática de Prisioneros (Dennis Villeneuve, 2013): niñas raptadas por pedófilos.
Pero en timbre más violento y adrenalínico. Keshales y Papushado no se
ahorran crudeza descarnada en esta campaña punitiva de un padre en busca de
venganza por la muerte de su hija. Lo plantan en el sótano de una casa junto al
investigador del crimen y el supuesto, o real, asesino de la pequeña: un
profesor de estudios religiosos (infiérase con ello la iconoclastia de los
autores dado el contexto). A partir de aquí ese progenitor irá a por todas a
sacar la confesión, mediante una tanda gore rayana en el sadismo ultra, durante
la cual al espectador verá de sangre cuanto le invisibilizarán en materia
informativa. La reacción del torturado indicaría su inocencia; aunque acá nada
se sabe, e indescriptible corte epilogar de la narración será capaz de reconfigurar
la carta naútica de la travesía argumental observada en buena parte del
metraje.
A la manera del
canadiense Villeneuve, los directores israelitas también descargan a pie de
rollo notas tendentes a propiciar un debate moral sobre hasta donde la figura
paterna, vista en tanto puntal de la institución hogareña, habría de llegar a
la hora de proteger a su descendencia, preservarla físicamente o castigar a sus
atacantes cuando la policía o la justicia no cumplen su papel. Si cualquier
mente asaz asociativa oteara horizonte mayor de significados y apreciara en el
pretexto del padre de Big Bad Wolves analogía directa con el discurso de
Tel-Aviv para “salvaguardar” la seguridad de su tierra, exégeta semejante
debería de preocuparse mucho más por lo que encierran las subyacencias de tan
caústicos cuan ambivalentes fotogramas.
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