Pedro Almodóvar extrajo
el feto imaginativo de Hable con ella de notas perdidas en la barriga
interior de los grandes diarios occidentales. En tres de esas noticias
insólitas encontró algo monstruosamente bello, permeado de la extraña majestad
de la desolación que envuelve esta película: Una joven norteamericana despertó
del coma después de 16 años, para
contradecir lo planteado por la ciencia al respecto; en Rumania, el joven celador
de la morgue de Bucarest se sintió atraído en su soledad por una muerta, y le
hizo el amor al cadáver. La poseída en realidad sufría de una especie de
catalepsia, y despertó durante el acto. Aunque la familia aun se lo agradece,
el guardián está en prisión. En Nueva York, otra chica con nueve años en coma
quedó embarazada. Se comprobó que un camillero de la clínica regaba cada noche
al vegetal.
De estas
simples notas agrupadas en su computadora, cocinó Pedro el guión de una
película en la cual el gran auteur posmoderno refrenda la raíz clásica
que vitamina su creación, sustentando la certitud de que su obra es una
conjugación de tragedia griega y comedia romana con lo más atrevido de nuestros
nada santos tiempos. Aquí están, de nuevo en su cine, temas germinales del arte
dramático helénico -el sexo y la muerte-, al lado de instituciones
almodorovianas como la figura del torero (a), el humor cínico, la ironía, el
pastiche, el carácter de algún modo grotesco del tema escogido, la androginia
(menos cargante esta vez, a Dios gracias), la difuminación de las antinomias,
el concepto de la belleza en el dolor, la sublimación de la mujer (no importa
que, como en Carne trémula, en apariencia dominen los hombres: ellas son
causa y consecuencias de sus acciones), la simpatía o conexión con esos marginados
o perdedores que de siempre pululan en su filmografía, y por supuesto, la
referencia cinematográfica. Ahora se decide por el período mudo y también por
el clásico fantástico The incredible shrinking man, de 1957, a través del segmento
de cine dentro del cine del fruicioso corto erótico El amante menguante,
causante del enardecimiento de la maquinaria hormonal del plácido protagonista
y generador del meollo del conflicto dramático del filme: el sexo de dicho
personaje central, el enfermero Benigno, con Alicia, su ídolo encamado.
Todo en un
melodrama intenso, bello, lánguido, trágico. Una pieza delirantemte preciosa
manejada con solventes retrospectivas, inteligentes elipsis, limpieza en la
construcción y habilidad en la conducción de cuatro grandes Javier Cámara,
Leonor Watling, Darío Grandinetti y Rosario Flores. Película que saca chispas a
los ojos y viste de traje a la emoción, advierte de las vueltas indescifrables
del destino, los sentimientos y el amor al espíritu más obstinado en perderse
el sobresalto de lo inimaginado en la obstrucción de su vuelo por lo
común-preconcebido. He aquí apuesta mayor para conjurar el silencio y procurar
la palabra en su convite al diálogo y la intercomunicación en la pareja,
incluso en la menos esperada de las disyuntivas: “Hable con ella, cuénteselo.
El cerebro de las mujeres es un misterio, y en este estado más”, le dice
Benigno a su amigo Marco, induciéndole a que haga con su torera destrozada lo
mismo que él con su bailarina en coma. Hay reafirmación de la inmensidad de la
vida y el don de la ubicuidad de la esperanza en los giros dramáticos de este
filme que satisface su búsqueda de vitalidad curiosamente hasta en las en
presunción menos próvidas comarcas. Y hay una sutil, finamente llevada
conversación con el dolor -incluso el dolor es la premisa dramática- en cada
zona de la cinta, como la recordación de la alternancia de la pena junto a la
alegría de la existencia.
Pero en una
obra maestra nada sobra, nada falta, todo concuerda. Y Hable con ella (2002) no
se instala en la región más alta del trabajo de su autor -esto es Matador,
Carne trémula y Todo sobre mi madre- porque a detalles menores
como la a ultranza perseguida estilización inicial con las danzas germánicas de
Pina Bausch dentro de un comienzo donde Pedro no pierde tiempo para el
perifollo en su look primermundista de lujo post-Oscar bien lejano del
primer Almodóvar, o el video clip de tres minutos que nos mete con el mágico
pero aquí innecesario Caetano, en el colmo de la melomanía del director,
agrégasele una dramáticamente nula y desdibujada relación taurina entre Lydia y
el sevillano. Dado que esta área aporta además tan poca información, bien pudo
peinarse, y la cuestión dramatúrgico-argumental de ingresar a la torera en la
clínica para que se conocieran Marco y Benigno, pudo resolverse mediante
información verbal o vía elipsis. Porque llegar a Benigno -su ambigüedad nos
hacer ver en sí la versión tímida del Letal de Tacones lejanos o la (el)
Lola de Todo sobre mi madre- es lo que cuenta. De él parte y con él
termina el componente luctuoso de esta tragedia posmoderna con redobles
shakesperianos. Lo que vendrá tras de sí, ya es otra historia; esta vez de
ganadores. Mas esa nos la deja al arbitrio de nuestra imaginación el creador de
este cuento de vencidos.
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