Que
una historia fílmica tome como centro a su presidente, envolviéndolo en un
flirt con una bella muchacha, es algo que necesariamente debía gustar a los
norteamericanos, al menos antes de la era en que el travieso Clinton puso de
rodillas frente a su buró a la gordita Mónica para que hiciera la tarea. Un
director imprescindible en el modelaje de la comedia americana de los
noventas como Rob Reiner hace uso de un
tema-filón apetecible por sus semejantes, dada su idiosincracia y gustos
condicionados por los medios de prensa, en la película superéxito de taquillas El
presidente (The american president, 1995) y oportunista, meliflua y
sonsacadoramente da cuerpo a un cuento de hadas en las cumbres del poder: paradigmático de ese tipo de cine bonito, romántico, calmo, fabricado en
Norteamérica, contrapartida en las taquillas de ese otro tremebundo y ruidoso.
Cine que apunta al empalagamiento de los
sentidos, mediante la reivindicación, en este caso, de ancestrales patrones de
textos recontextualizados y modernizados ad usum; que no desdeña tampoco
comprobadas fórmulas de éxito pretéritas, asimilando elementos del estilo de
Frank Capra, manifiestamente citado en esta fantasía amorosa, cuya tonalidad
rosa no llega a cubrirla del todo, por la turbiedad imprimida por sus
trasfondos políticos.
Lo que a simple vista creeríase no
empatible: amor y política, es mezclado ni subrepticia ni escandalosamente pero
mezclado, y con la apacibilidad inherente de lo más común, fluye y refluye sin
altisonancias reprobables, aunque sepamos que todo es apariencia, que no es
común lo visto y que sí hay reproche. Trabajo y retoque en el escenario,
balance y gradualidad en el argumento, y poco más, fueron precisos para
alcanzar la temperatura de cocción del gusto de la media en Estados Unidos. Eso,
y ver a su presidente -demócrata, viudo, buen mozo, honesto, abnegado- del
brazo de una hermosa representante de las nobles causas del lobby
ecologista (ambientalista es sinónimo de buen corazón, y al jefe del ejecutivo
le conviene tener al lado a alguien así que lo aconseje, como Hillary con Bill,
pese a las aventuras de éste), basta para
alcanzar el éxito en una tierra donde los gustos masivos del público no
son muy exigentes. Pero lo lindo de la película tiende a difuminarse por
su politifilia latente -no justificable aquí ni por las simpatías demócratas
del realizador y buena parte del Hollywood contemporáneo, ni por el año de
estreno del filme, con elecciones inminentes-, sin olvidar esa cierta
ambigüedad en el deslinde entre las funciones y derechos del político y
personaje público que es el presidente, ni además la falta de acercamiento al
lado menos bonito de la presidencia, ni siquiera de la forma juguetonamente
crítica de Dave, del checo Ivan Reitman.
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