El imperio de la mafia (Boardwalk Empire, HBO 2010-2014) concluyó, tras finalizar la exhibición de la quinta temporada en todo el globo el pasado 26 de octubre. Ha sido uno de los escasos sucesos televisivos mundiales que los muy descarriados programadores del medio en Cuba supieron atraer hacia su órbita; al menos durante su recta inicial, pues hasta hoy no ha sido continuada.
La cadena HBO, gestora con anterioridad de
una serie básica sobre el género gansteril como Los Soprano, se caracteriza por configurar estos frescos epocales
sobre un determinado fenómeno (el oeste en Deadwood,
los circos ambulantes de fenómenos en Carnivale,
los jóvenes genios de la informática en Sillicon
Valley…). Nunca, sin embargo, había realizado material alguno sobre la
génesis de la mafia norteamericana, elemento identitario de su cultura. La apuesta fue sobre seguro. De productor
ejecutivo, Martin Scorsese, el realizador de esa obra maestra del género en la
pantalla grande titulada Uno de los nuestros,
quien dirigió el piloto de los 56 episodios de la teleficción; de showrunner -creador- y guionista,
Terence Winter, escritor de 25 capítulos de Los
Soprano; un gran equipo técnico en estado de acople; Steve Buscemi
incorporando el papel de su vida en el personaje protagónico de Nucky Thompson;
espacio ambiental harto atrayente -la Atlantic City fundacional- y un libro base al
cual extraerle rica materia prima: el ensayo Boardwalk Empire: The Birth,
High Times, and Corruption of Atlantic City, de Nelson Johnson.
La “Ciudad del Vicio” en la costa este. Los
años de la
Prohibición. El demonio cobra cuerpo humano en una de sus
tantas expresiones en la Tierra:
los clanes mafiosos. Es el ambiente propicio para que tipos curtidos en la
injusta ley de los hombres, muchachos que bucearon hacia las profundidades en
busca de monedas arrojadas al mar por comodoros a quienes les llevaron luego a
la cama la inocencia de una niña para prorrogar sus privilegios, se hagan de un
puesto en la cadena evolutiva mediante valor, falta de escrúpulos, oportunismo,
ambición e iniquidad. Es el Paraíso para gente de la guisa de Thompson, Lansky,
Siegel, Torrio, Luciano, Maranzano, Colosimo, Masseria, Capone. Nuestra
historia prefiere centrarse en el primero (aunque realmente apellidado Johnson,
sí existió: fue el corrupto tesorero republicano que tuvo en el bolsillo a
Atlantic City hasta mucho después de la Ley Seca), si bien los otros interactuarán
consigo durante el amplio trayecto registrado por el relato telefictivo.
Dentro de su código amoral, Enoch “Nucky”
Thompson (Buscemi) observa algunas reglas éticas derivadas de su modo de ver y
conocer al mundo y los seres humanos a partir de su misma infancia. Puesto que
desde el punto de vista argumental, tanto en el cine como en la televisión el
gangteril describe el período oscilante de la ascensión a la caída de
determinados jefes mafiosos, cuanto más trasciende aquí es justo la
conformación de dicho personaje central, cuyas complejas contradicciones y
pautas de comportamiento el creador Winter va decodificando informativamente a
través del decurso de la obra, en labor no culminada a cabalidad hasta la
temporada postrera. Especie de precuela, esta aborda, desde postulados cuasi
freudianos, la tormentosa madeja psicológica que define y describe a Nucky, en
existencia marcada, de prólogo a epílogo, por el afán de supervivencia.
Al drama criminal de HBO lo apuntalan además
su nivel de complejidad y sutileza, la pertinente reflexión política/cultural
sobre crucial lapso de la historia de los Estados Unidos en el siglo XX, el
tejido y correlación de sus múltiples historias corales, la convergencia de sus
líneas dramáticas, esa perfecta estructura dialogística, las magníficas
interpretaciones (Kelly McDonald, Gretchen Moll, Michael Kenneth Williams,
Michael Shannon y Vincent Piazza componen perfiles caracterológicos de mérito),
el diálogo con el cine norteamericano de la etapa y la obra/estilo del propio
Scorsese, el delineado de villanos antológicos (el Rosetti compuesto por Bobby
Cannavale en la tercera temporada, el más rotundo), su cuidada fotografía
redundante en la esplendente visualidad mantenida a lo largo de la serie y la
extraordinaria ambientación de época asegurada por la precisión del diseño de
producción (la reconstrucción espacial de la obra será de referencia de ahora
en más).
No creo que la energía dedicada a la
ambientación opere en detrimento del guion o del ritmo, cual apuntara algún
crítico. Simplemente el relato requiere anuencia, complicidad, seguimiento,
atención, lealtad. Fiel al sello HBO, estamos ante una teleserie que se toma su
tiempo para concretar las soluciones narrativas, cuya cadencia, pausado ritmo y
parsimonia pueden confundirse, por error, con densidad extrema. Confieso que
hubo capítulos de par de temporadas que amodorraron mi retina, pero luego,
culpable, los revisé para confirmar el yerro de mis cansados ojos. Me sucedió
incluso con The Wire, de la misma cadena, y hasta con Breaking Bad y Mad Men,
las piezas cumbres de AMC.
Boardwalk
Empire quizá no sea una obra maestra (difícil concretar otra más en campo
tan cerrado, tras El Padrino o la
sombra de Scorsese) y por supuesto no poco de lo registrado en sus imágenes fue
material temático trabajado con éxito de forma previa en el cine, pero sí constituye
la más sobresaliente pieza que, en la historia de la televisión norteamericana,
haya ventilado con tanta dignidad artística un período histórico de tamaña
connotación social allí.
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