Si la
humana fuese una civilización de pensamiento avanzado, no sería tan alto el
precio a pagar por el costo de la diferencia. Animales en pleno proceso
evolutivo, con ancestrales rezagos adheridos a la costra de un caparazón
salvaje, todavía casi ninguno de nosotros está en realidad preparado, más allá
de las poses de lo “políticamente correcto”, para comprender la amarga
circunstancia del otro, cuando aquel se encuentra en posición de una
desigualdad que pese a convertirse en crucial y definitoria para sí, solo será
tal prefigurada desde la perspectiva gregaria de los patrones normativos
dominantes: y es lo que más duele, cuanto más perjudica a la larga.
Aunque
también en lo ideológico, religioso, moral, cultural, la diferencia tiene peaje
duro en la carretera de la vida esencialmente en el aspecto físico. Un gen
esquinado hacia la última latitud del mapa genético puede indicar la gordura,
el enanismo, la ceguera y quizá también la inequivalencia entre el género con
el cual se nace y la identidad sexual real de la persona. Como Rosa Elena,
transgénero antes llamado Alejandro, el personaje central de Vestido de novia (Marilyn Solaya, 2014),
que viene a sumarse a la larga historia de seguimiento en el cine del
preterido, el ninguneado por las convenciones, el descalificado por la
escolástica de manual, hilvanada desde Freaks
(Tod Browning, 1932) hasta Déjame
entrar (Tomas Alfredson, 2008).
La Solaya puntea en territorio de la ficción
cuanto antes delineó en las comarcas del documental, En el cuerpo equivocado
mediante, y le sale una película dura, sensible, conmovedora, contada por
secuencias con la sucia crudeza realista del Neil Jordan de Juego de lágrimas,
cuyo guion se favorece de lo principal para levantar cualquier texto literario
o fílmico: el personaje.
Si bien como
espectador me hubiera complacido la incorporación de Rosa Elena -más en el caso
de la Sissi/Panchito
de Isabel Santos- por parte de un actor (con lo cual no pretendo me acusen de
hereje ni de buscador de contrasentidos y lo que por supuesto tampoco es óbice
para atestiguar una vez más el quehacer histriónico de Laura de la Uz, quien de tan buena luego de
La película de Ana ya se nos está
poniendo por arriba del bien y el mal), las cuitas de este transexual en busca
de su realización humana contienen dentro bastante de lo requerido para la
cristalización en pantalla de eso que a veces es solo mera entelequia, sombra
chinesca u onanista suposición: el Personaje.
Y el
protagónico de Vestido de novia posee
fibra, entidad, arco evolutivo, quiebre, ruptura, transformación. No importa
que le hayan pegado este cruel padre cosmético sin rentabilidad dramática a su
contradictoria existencia de oxímoron viviente graficada desde el mismo título
del filme; como que tampoco buena parte del resto de los otros personajes nunca
levante vuelo ni sobrepasen la línea de lo monocorde, lo unidimensional: en
específico casi todo el universo humano ligado a la obra constructiva me parece
muy plano, ampuloso, harto subrayado en sus compulsiones negativas, semi
caricaturesco en determinadas secuencias.
Expresión
más cabal en el anterior sentido resultan los encarnados por Jorge Perugorría
y Mario Guerra -ambos paridos del patrón
arquetípico de un viejo modelo de villanos hoy día extemporáneo en la creación,
si olvidamos el militar japonés de Invencible
(Angelina Jolie, 2014)-, los cuales, a la postre, solo devienen
herramientas de guion para remarcar cuánto de mentira y pluralidad de raseros
se esconden en actitudes de intolerancia semejantes a las mostradas por ellos,
algo que ya la propia trama indicaba per
se, sin la obligación de tales sobrecargas.
Aunque no a
su altura artística, veinte años después de Fresa y chocolate, -referenciada en
una secuencia de Vestido…-, la
pantalla nacional entona otra aria en contra de la anulación de las otredades y
a favor de los diversos signos de orientación sexual, de auténtica proyección
ecumenista. El drama de Rosa Elena, también parecidos y peores, ha sido sufrido
por miles de personas a lo largo del planeta, más allá del carácter patriarcal
heterosexista o el machismo de las culturas. La película está ambientada en
Cuba, y por si algún extraterrestre no se había enterado hasta entonces la
realizadora cuelga en las postrimerías el innecesario remache de los sucesos
del 5 de agosto de 1994 y ese plano horrible de un Panchito inidentificable
sobre la balsa, pero su trama puede ocurrir en cualquier parte. Quienes siguen
la proyección de lesbianas, gays y transexuales en el cine internacional de los
últimos treinta años lo saben, sin necesidad siquiera de constatarlo a través
de los innumerables reportajes e investigaciones periodísticos sobre el tema.
El Ernesto
defendido por un Luis Alberto García sereno, preciso, y la Sissi de Isabel Santos, otra
grande del séptimo arte en Cuba, aportan energía dramática al relato, cuyo
desarrollo discurre con organicidad y coherencia inhabituales en una ópera
prima. Solaya sabe dirigir actores y sabe narrar, además de escribir; de manera
que tiene gran parte de la pelea ganada para nuevos empeños. En estos quizá
centrará más su foco, cederá menos a la propensión de tanto realizador cubano
de meter los mil y un temas dentro de SU tema (aquí también impugna la
violencia social, la subordinación femenina al hombre, el robo al estado en las
construcciones, el empresario corrupto engatusador del extranjero, el
tratamiento policial al travestismo y más, lo cual agrupado suma demasiado) y
se abstendrá de mostrar emocionalmente ultramanipuladores planos semejantes al
del minuto 59 con los travestis apresados en el ómnibus. Martirologio puro con
fondo sonoro coral.
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