Ya Chaplin dejaba sentado que
entre las funciones de la pantalla no figura justamente la de aburrir al
espectador, y la en tal premisa contraria al axioma, El viajero inmóvil (2008), de Tomás Piard, no solo desestimaba el
aserto a rajatabla, sino que se erigía en compendio increíble de todo cuanto un
realizador no debe hacer al plantearse una puesta en escena, por muy a ultranza
“indefinida” que añorase ser. La
indefinición del filme venía muchísimo menos por una presunta identidad con
emblemas posmodernos o por el deseo, ex profeso, de parecerlo, tanto como
porque el creador de Ecos en realidad nunca tuvo bien en claro que se traía
entre manos.
Los desastres de la
guerra (2012), la siguiente película del realizador, representó un rancio
patchwork cuyas señas
iconográficas remitían a millones de cosas dentro del concierto audiovisual
global postapocalíptico, pero aquellas nunca tan pedestremente filmadas como
esta. Declamatoria, recitativa, solemne hasta lo luctuoso, cansina, habitada
por personajes inexistentes (eran una masa amorfa), plúmbea, farragosa,
verbosa, dicha supuesta metáfora sobre el poder devastador de las
conflagraciones provocaba una estampida semejante a cualquier agresión bélica
real.
Tras la inmasticable Si vas a
comer, espera por Virgilio (2013),
llegamos a La
ciudad (2015), el más reciente filme del director, de estreno ahora en todo
el país. Vuelve a incurrir aquí, otra vez, el cine nacional en la
dicotomía frontal de supeditar conceptos temáticos de plausibles intenciones a
registros dramáticos que caricaturizan, sin quererlo, cuanto se anheló plantear
desde una mirada seria y consecuente con la gravedad del fenómeno aludido. Ya
desde Sumbe (Eduardo Moya, 2010) a
acá son varias las piezas cinematográficas locales reafirmantes de la paradoja verificable entre
la nobleza de los propósitos argumentales manejados y la incapacidad de
defender tales postulados dentro de la latitud de una argamasa dramática
sustantivada en la solidez del guión, la puesta en escena o las soluciones
manejadas por los creadores.
Muy frescos en la memoria ese par de despropósitos llamados Omega 3 (Eduardo del Llano, 2014) y Vuelos prohibidos (Rigoberto López,
2015), visionamos La ciudad. Se trata
de una pieza audiovisual que, en apenas la hora rala, no pierde el tiempo para
asombrar por la ineptitud con que resulta manejada su historia, preñada de
anorexia e ingravidez. Dividida, a la manera de aquellos filmes italianos de
inicios de los ´60, en tres cuentos que en el actual caso observan como hilo conector
el espacio vital de La Habana
y la inexorable cuestión criolla de la emigración -tema harto tratado desde Lejanía (Jesús Díaz, 1985) y Vidas paralelas (Pastor Vega, 2003)
por nuestro cine-, el primero de los
tres intervalos sigue la pista de una mujer llegada del exterior y su contacto
callejero con otra a cuya vera compartió amistad y en presunción algo más
íntimo años ha. Pero la que se quedó en Cuba, al parecer en suerte de mea culpa
filo quinquenio gris extraído de una versión para preescolar de un pasaje de
novelas de moda, la “traicionó” ante las autoridades docentes durante los años
estudiantiles, obligándola al éxodo. A ver, eso sucedió, e incluso peor; mas
expresarlo de manera tan roma ningún mérito posee. Lo cierto es que desde el
justo momento cuando ambas mujeres se encuentran en la ciudad hasta que la
exiliada lleva a la afincada a casa de la madre, y pasa cuanto pasa luego con
la veterana y la natural y la visitante, todo aquí sabe/huele/rezuma falsía e
impostura. Cada frase es un perchero puesto en el aire para acomodar una idea
acomaditicia, valga bien la redundancia. Una buena actriz como Luisa María
Jiménez no tiene ni la sospecha de qué hacer con su no-personaje y el camino a
la anagnórisis le pesa el doble que el mundo a la espalda de Atlas. Ridículos
hasta la tortura, tales fotogramas conducen al plano de la mofa cuanto, al
menos en sus lejanos ecos argumentales aunque nunca trasuntado ello al guion,
parecía un material de base factible de posibilidades de desarrollo.
El segundo relato compensa algo el balance cualitativo. Igual,
callejeramente, han de toparse otros dos viejos amigos/más que amigos de la
juventud. Omar Alí es el mantenido en la Isla, dedicado a la música. Patricio Wood
incorpora al cubano instalado allende las fronteras. Curiosidad: la catarsis
redentora de este último con Héctor Echemendía, el padre del primero, sea quizá
la más dura propalada por personaje alguno del cine cubano sobre la melancolía
vital del sujeto desarraigado. El diálogo entre ambos personajes hace tilín más
llevadero el segundo cuento, salvado por la citada revelación de cuitas, tres o
cuatro líneas y el deseo de Wood y Echemendía por preservar el aire de una
goma, no obstante, desinflada a la postre. Alí, inmutable, repite su mono
registro de Tras la huella y pasa por el personaje sin saber que ha pasado.
El tercer y último de los cuentos resulta casi tan malo como el inicial,
pese a amagar -solo a leve ráfagas- la transmisión de una ternura romántica que
no se veía, bien, aquí, desde Personal Belongings (Alejandro Brugués, 2007).
¿Por qué le permitieron recitar todos sus parlamentos a la actriz¿ ¿Por qué esas poses hieráticas cuyo culmen es
esa contraespalda inicial de los amantes contrariados? ¿Por qué cada tiro de la
cámara y cada palabra antedicen los siguientes, en cuanto deviene oda suprema a
lo predecible¿
El hecho de que, en lo visual, el filme se aparte de la “estética de la
miseria” de mucho cine cubano, para usar las propias palabras del realizador,
ni le resta ni le aporta a la solidez de la puesta en pantalla. Las escenas de
los girasoles; Hechemendía leyendo, caramba, El libro de la ciudad y Wood-Alí con Martí en el medio parecen más
bien coñas que declaración de intenciones. A destacar la apoyatura musical de
Patricio Amaro. Sin más, hasta el próximo Piard.
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