jueves, 27 de agosto de 2015

True Detective



Aunque el título sea engañoso y tienda a pensarse que estamos frente a otro procedimental del montón de policías, ojo, caso harto contrario, la serie norteamericana True Detective (HBO, 2014) representa una de las piezas audiovisuales más notables del muestrario reciente de la teleficción sajona.

Proyectada los sábados, a las 10 y 30 de la noche, por el canal Educativo, la primera temporada constituye, ante todo, un soberbio estudio de personajes, el escaneo in profundis de naturalezas humanas devastadas por la decepción y el dolor cuyo refugio autoengañoso se confunde entre los evanescentes rutinarios y la búsqueda a ultranza de raro criminal evaporado entre la geografía agreste y sigilosa de una fantasmagórica Louisiana. 
Tras True Blood -pero mediante clave nada lúdica, sino con la mirada puesta en la decadencia y la destrucción económico-moral del escenario retratado-, la cadena HBO retorna al peculiar espacio de marismas, bosques y vudú, para, de la mano de Nic Pizzolato, el showrunner (creador y guionista) de la miniserie de ocho capítulos, gestionar este oscuro drama cargado de altísimo voltaje emocional, inusuales niveles de introspección psicológica en el medio y cuidadísimo empaque dialogístico remitente en su peso a Los Soprano.
A las anteriores virtudes han de sumársele formidable ambientación/banda sonora/fotografía, una si bien no en propiedad novedosa sí en cambio muy precisa estructura narrativa marcada por los cambios temporales y la alternancia de puntos de vista (luego lo reeditaría la serie The Affair, Showtime, 2015) y dos composiciones signadas tanto por la enjundia incorporada a rango de libreto como por la maestría interpretativa de Woody Harrelson y, fundamentalmente, Matthew McConaughey.
El Oscar al Mejor Actor concedido al último en 2014 por Dallas Buyers Club (Jean-Marc Ballée, 2013) debía haber sido, en justicia, por el personaje labrado en True Detective: en la práctica una megapelícula de ocho horas (las fronteras entre cine y televisión en el audiovisual del siglo XXI se diluyen en diversas series de HBO y AMC, sobre todo) que tiene entre sus principales atractivos apreciar, casi todo el tiempo, a McConaughey plantando, creciendo y cosechando los frutos del detective Cohle, el cual él construye desde la premisa honestísima del compromiso absoluto. Nunca antes ni después el antiguo protagonista de olvidables comedietas hollywoodinas ha sido más multidimensional ni exhibido tamaña prolijidad de registros, pese a haber estado exquisito en los protagónicos de Killer Joe (William Friedkin, 2011) y de Mud (Jeff Nichols, 2013) o en su aparición especial en El lobo de Wall Street (Martin Scorsese, 2013).
True Detective logra cuanto pocas de su especie son capaces de conseguir: configurar un universo propio dominado por sus leyes particulares. Este mundo amoral, distanciado del proceder y las rutinas habituales, cobra inusitada extrañeza al mixturarse tanto el plano realista de dicha mitología como su chandleriano noir en desilusionada clave post Katrina con vasto andamiaje intertextual filo fantastique donde cohabitan el neogótico sureño, reminiscencias del gore de los ´70  y ecos de Robert W. Chambers y Ambrose Bierce unidos a señales bien audibles de Lovecrat y el mismísimo Poe.
La imaginación y recreación del universo de Carcosa, el territorio mítico/real donde habita el gestor de la cadena de crímenes investigados por Hart y Cohle, los dos detectives protagónicos, adquiere categoría de ejemplar. Quien escribe no había temido más, en terreno audiovisual, desde aquel hotel de Resplandor (Stanley Kubrick, 1880) y la casa de muertos de Los otros (Alejandro Amenábar, 2001). Carcosa (que Pizzolato arrastra de Bierce y Lovecraft) es la traducción cinemática de los horrores abisales a los que puede descender un ser humano en específico, aunque en lo fundamental la especie. Carcosa supone la concreción del delirio asesino y la locura de aniquilación, la imposición tiránica de no-vivir dictada desde la oscuridad de una creencia.
La pericia literaria del novelista Pizzolato, quien escribió todos los capítulos en solitario y a despecho de la usual “redacción en comité” de las series norteamericanas, halla respaldo en el manejo audiovisual, también, merced a la brillantez de la puesta en escena y la atención del director Cary Joji Fukunaga -estuvo a cargo de los ocho episodios, algo no menos singular en la televisión, donde varían en cada episodio- en prestar el máximo de interés no solo por el relato en un sentido macro, sino especialmente hacia los pequeños detalles.
De forma que podría parecer contradictoria dada las oscuridades a las cuales nos lanza, True Detective es una serie de delicadezas, sutilidades, pequeños detalles que contribuyen a cerrar los puzzles humanos cuyas piezas son tiradas sobre la mesa de los ocho episodios y el espectador tendrá a bien recomponer bajo el resorte inesquivable (aquí nada se da fácil) de sedimentar, conectar, colegir y definitivamente asumir en tanto respuesta posible a la interrogante permanente de una obra que nos sumerge en nuestros propios temores, al ponernos en posición de receptores activos alrededor del conflicto derivado del hecho mismo de existir.
Tras esta primera temporada, HBO estrenó una segunda, escrita por Pizzolato; del todo diferente en escenario, trama y actores. La acabo de visionar, resignadamente. Nada que ver en calidad con su antecedente. Esperemos nuestra tele también la proyecte, para comentarla en su momento.

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