Europa ha regalado a los cinéfilos de pura cepa varias de
las películas más cautivadoras rodadas en el planeta en fecha cercana. A Leviatán, Ida o Fuerza mayor, de
Rusia, Polonia y Suecia en igual orden, súmase la, tan laureada como aquellas,
cinta húngara White God (Fehér
isten, 2014), invitación tentadora a contactar con propuestas narrativas
desligadas del modelo de representación institucional o discurso audiovisual
hegemónico.
El inquietante largometraje del director y aquí además
coguionista Kornél Mundruczó impacta en virtud de la versificación visual de
una propuesta que hace de la imagen portal hacia suerte de mundo paralelo de la
existencia, donde son yuxtapuestas extrañas postales cinemáticas remisivas a un
presunto no orden de cosas subvertido por canes organizados en orwelliana
rebelión granjera contra la insensatez humana.
Es cierto que el maestro del suspense, Alfred Hitchcock,
sentaba condición argumental más o menos similar cual punto de partida de Los
pájaros (1961); si bien el espejo ante el cual se mira Mundruczó de cara a su
sexta obra fílmica no es en aquella reflexión sobre la antinomia
hombre-naturaleza del director británico, sino en el del norteamericano Samuel
Fuller de la cinta White Dog (1982),
con la cual establece conexión de sentidos ya desde el mismo título y el mero
palíndromo final que las diferencia.
En el título de Fuller, una joven adoptaba a un pastor
alemán adiestrado para matar a hombres de raza negra. El conflicto del filme
húngaro se desencadena a partir del momento cuando el padre de Lili, la niña
personaje central abandona a Hagen, el can de la chiquilla, en el extrarradio
de Budapest y luego el animal, entre otros destinos de su itinerario de
salvajización ocasionado por la maldad de los seres humanos, es entrenado como
perro asesino. Con voluntad de Espartaco, el porte de un Colmillo Blanco
posmoderno acabado de ver Snowpiercer,
el disneyano orgullo animal de La dama y
el vagabundo, algún tilín de la roña sangrienta de Cujo y la inquina de Max contra
las malas personas, lidera revuelta animal de los perros preteridos del corazón
urbanita magyar. Cuando la jauría avanza en modo avalancha, será mejor
permanecer bajo tierra.
Tras leer lo
anterior, cualquier espectador curtido en largas horas de visionaje de cine mundial
sospechará que la película de Mundruczó acaso podría resentirse debido a la
candidez cuasi naive del tono de su fábula. Y de cierto algo de ello hay, por
mucho que lleguen a conmocionar varias escenas suscitadas en razón de tal
revolución canina; pero además renquea igualmente en la configuración general
del personaje protagónico y su progenitor. Ahora bien, su peso específico halla
lugar en concepción de la puesta en pantalla y las formas, las cuales no llegan
a ahogar en propiedad al contenido, aunque de hecho de algún modo lo convierten
en elemento más responsabilizado de estas que de su propio destino, lo mismo
ocurrido en fecha reciente al maestro taiwanés Hou Hsiao Hsien en La asesina (2014).
Mas, caso curioso
solo posible de forma ocasional y no más que en el territorio del cine, ni la
película del asiático ni la del húngaro languidecen por ello, a causa -en el
caso que nos ocupa hoy- de la extraordinaria fuerza semántica de la imagen per se. El vigor dramático de secuencias
como las de Lili en bicicleta por ese Budapest desolado y una jauría frenética
de perros en aparente persecución, confirma, por enésima vez, el poder
fantástico de la imagen al servicio de la idea. El extrañamiento, la sugestión
onírica, el talento descomunal en el trabajo con la dosificación de los planos
generales y primeros planos, la portentosa capacidad de Mundruczó para generar
atmósferas de concentrada tensión y el uso modélico de la música se extienden a
lo largo del filme y han de repetirse en otras escenas cardinales a efectos
narrativos. A estudiar con fruición cinéfila la del filo-western encuentro
nocturno de Lili con el Hagen jefe de horda frente al matadero. El cierre
visual es digno de análisis en las escuelas de cine y carga, sin dudas, la
herencia de un cine que en Miklos Jancsó u otros creadores resultó adalid en
tal área.
Las locaciones
exteriores escogidas por el realizador como fondo espacial de su historia dan
cuenta de un Budapest decadente, plúmbeo, acre y desanimado, repleto de
personas desalmadas y más salvajes que cualquier perro callejero, en tanto
rostro visible de las grandes ciudades, pueblos y aldeas de Europa del Este
luego del derrumbe del campo socialista. Paisaje después de la batalla,
mostrado con recurrencia ya por diversos directores rumanos, checos o de otras
naciones de la zona, cual confirmación intelectual de que si antes estaban mal,
ahora no están precisamente mejor.
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