Al realizar la crítica, meses atrás, de la primera temporada de la
serie True Detective (HBO, 2014)
prometíamos la reseña de la segunda en La
Viña de los Lumière, so caso de estrenarla la televisión cubana, puesto que
el blog solo comenta las transmitidas aquí. En contra de su proverbial
proclividad de dejar las teleficciones a medias (pobres aquellos que intentaron
seguir Juego de tronos o Mad Men a través de nuestros canales),
esta vez el ente nacional sí exhibió la
procecución, cual acto que ojalá sobrepase el gesto eventual para convertirse
en tendencia.
En la línea de teleseries como
Fargo, donde argumento y personajes difieren entre una y otra “season”,
True Detective II (2015) nada tiene que ver con la inicial en dichas áreas. Lo
lamentable es que tampoco en calidad e interés; a diferencia de la obra de FX
antes citada, donde los parámetros cualitativos se mantienen en las dos decenas
respectivas de episodios.
El listón era demasiado alto para HBO (el pistoletazo de arrancada
de True Detective, ocho soberbios
capítulos en la forma de un crispante thriller psicológico neogótico sin
parangón, figura entre los productos audiovisuales más rotundos en cuanto va
del siglo XXI en EUA), aunque dispusiese para la continuidad del mismo showrunner -Nic Pizzolato- y de una
tanda de actores no tan fantásticos como aquellos primigenios Woody Harrelson y
Matthew McConaughey, pero cumplidores a la manera de Rachel Mc Adams, Vince
Vaughn (ambos lo mejor de la función ahora), Colin Farrell y Taylor Kitchs.
Esta parte pierde, fundamentalmente, en virtud de la débil
consistencia del relato, la limitada profundidad de los personajes, la poca
coherencia interna de la narración, el nada brillante flanco dialogístico y la
opaca presencia visual, si olvidamos esos planos aéreos de las sinuosas
carreteras circunvalantes angelinas quizá remisivos al zigzagueante e
indefinible contexto escrutado y no tanto a la topografía urbanita de una
California suburbial bien lejos de la Louisiana del comienzo. Ahora los miedos
de Carcosa se cuecen en el adoquín, los clubes, el callejón, en lisérgicas
tremolinas lúbricas donde las pobres jóvenes complacen a los viejos ricos.
No obstante esa cabecera al ronco arrullo de un Leonard Cohen de
ensueño (Nevermind: puedo escucharla
las 24 horas del día) que pronosticaría exquisita madeja argumental noir, los episodios (densos por
plúmbeos; no por elaborados) transcurren huérfanos de numen, sin alcanzar ni
identidad propia ni mucho menos generar el líquido amniótico capaz de configurar
esos universos/partos autorales de diversos exponentes de esta cadena u otras
al modo de AMC, Showtime, Amazon o la hoy día omnipresente Netflix.
True Detective II es un cadáver exquisito de miles de tramas de corrupción y crimen
vistas con anterioridad, el cual no imanta pero tampoco aporta mucho. Tras ver
el Barrio chino de Polanski, a Lumet
todo, y leer algo de Ellroy y Winslow, no habría demasiado que hacer aquí, de
no redimirse en cierto modo la historia propuesta merced a la peculiar visión
personal de Pizzolato en torno a la sociedad y el entorno afectivo, humano,
sensorial donde gravitan sus personajes.
El oteo suyo a tales escenarios es radicalmente severo, del todo
desesperanzador e inclemente con sus pariguales. Y tras semejante examen así de
devastador siempre concitará la atención barruntar si las hipótesis y
conclusiones manejadas aquí surgirían tanto del hundimiento sin escalpelo en la
podredumbre de un sistema a punto de finiquitar como acaso del más agrio dolor
personal, del pesimismo frustrante y la amarga imagen de la existencia nublada
de un insano con raptos eventuales de genialidad. En cualquier caso, lo mismo
sería aplicable para tantos creadores, en tantos sitios, y la tradición suele
indicar que lo primero nace menos del presunto sino proacocalípico congénito de
los “locos” que de su capacidad para anticiparse en el tiempo y devolver el
favor del viaje adelantado a través de palabras o imágenes.
Con independencia de los defectos de la segunda temporada
mencionados, y su divergencia general con la primera, sí machihembra a ambas -y
sea quizá esta la principal confluencia ideica-, la inequívoca percepción de
Pizzolato de que cruzamos el umbral de lo permisible y nos revolcamos contentos
sin remedio en la mugre autocomplanciente de los estertores.
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