lunes, 4 de abril de 2016

La tormenta de plomo



Ya Titanic y Saving private Ryan habían demostrado que podían hacerse grandes superproducciones con efectos especiales incluidos, con resultados artísticos dignos. La cosa era no perder de vista al ser humano, al alma de los hombres. En esa cuerda también quiso moverse el irregular alemán Wolfgang Petersen en su La tormenta perfecta (A Perfect  Storm, 2000), sobre los sucesos reales acaecidos a inicios de la década anterior en la localidad costera de Gloucester, Massachusetts), cuando la tripulación del pesquero Andrea Gall sucumbió ante la fuerza de un huracán con olas más altas que un rascacielos.

Como en virtud del bestseller antecesor del filme, el final de los pescadores ya era sabido, el guión quiso darle más preeminencia a los intríngulis familiares de algunos de los estos hombres, las rivalidades de otros, las ausencias de aquellos, los excesos de éstos. 
Hubiera sido plausible que este bojeo doméstico-caracterológico hubiera salido bien, pero deviene en un desastre dramático. La tormenta perfecta es el plomo perfecto. Tan pesada y mortífera como éste. Nada imanta, todo empalidece. Los pesares y alegrías de los pescadores los hemos sentido, olfateado, oído tanto, tanto en tanta película americana, que los conocemos sin escuchar, solo leyéndoles los labios. 
Para colmo, la indecisión momentánea entre conferirle un carácter más verista a la dichosa tormenta o meterse de a lleno en el tremendismo digital -en lo que a la postre acaba- elimina mucho el factor de tensión.
Lo mejor de La tormenta perfecta es la caracterización por George Clooney del capitán del “Andrea Gall”, sobria y sólida, y la ola gigante que se espera toda la película, y ya al final te la entregan, tan abismal, estruendosa y magna como solo podría ser en un blockbuster hecho con muchos millones para sacar más millones en base a esto, aunque se disimule con esos francos insertos de relleno que son los supuestos conflictos complementarios.

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