Ya Titanic y
Saving private Ryan habían demostrado
que podían hacerse grandes superproducciones con efectos especiales incluidos,
con resultados artísticos dignos. La
cosa era no perder de vista al ser humano, al alma de los hombres. En esa
cuerda también quiso moverse el irregular alemán Wolfgang Petersen en su La tormenta perfecta (A Perfect Storm, 2000), sobre los sucesos reales acaecidos a inicios de la
década anterior en la localidad costera de Gloucester, Massachusetts), cuando
la tripulación del pesquero Andrea Gall sucumbió ante la fuerza de un huracán
con olas más altas que un rascacielos.
Como en virtud del bestseller antecesor del filme, el
final de los pescadores ya era sabido, el guión quiso darle más preeminencia a
los intríngulis familiares de algunos de los estos hombres, las rivalidades de
otros, las ausencias de aquellos, los excesos de éstos.
Hubiera sido plausible que este bojeo
doméstico-caracterológico hubiera salido bien, pero deviene en un desastre
dramático. La tormenta perfecta es el
plomo perfecto. Tan pesada y mortífera como éste. Nada imanta, todo empalidece.
Los pesares y alegrías de los pescadores los hemos sentido, olfateado, oído
tanto, tanto en tanta película americana, que los conocemos sin escuchar, solo
leyéndoles los labios.
Para colmo, la indecisión momentánea entre conferirle
un carácter más verista a la dichosa tormenta o meterse de a lleno en el
tremendismo digital -en lo que a la postre acaba- elimina mucho el factor de
tensión.
Lo mejor de La
tormenta perfecta es la caracterización por George Clooney del capitán del
“Andrea Gall”, sobria y sólida, y la ola gigante que se espera toda la
película, y ya al final te la entregan, tan abismal, estruendosa y magna como
solo podría ser en un blockbuster
hecho con muchos millones para sacar más millones en base a esto, aunque se
disimule con esos francos insertos de relleno que son los supuestos conflictos
complementarios.
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