Hay una contradicción entre su ecologista nota
introductoria y las parrafadas verdes con que internacionalmente fuera
promocionada esta película, y el real cariz de un discurso que con mucho supera
la cuestión del daño natural producido en la Amazonia por la extracción
aurífera, para enmarcarse, de pleno, en la inveterada tradición regional de un
cine de denuncia (o exposición) de males endógenos, el cual viene haciéndose en
Latinoamérica hace ya más de medio siglo, y que tiene en la Venezuela de las
últimas décadas interesantes expresiones. En Oro diablo, más que entornos o hábitats, guardan preeminencia las
condiciones paupérrimas en que debate su existencia la gente de estos poblados
mineros cercanos a la frontera brasilera,gobernados por padrotes a base de dos
palabras mágicas: pistolas y bolívares. Sitios perdidos en el infierno donde la
miseria de los buscadores de oro raya lo extremo y el hombre está obligado a
descender a simas de humillación para malvivir un presente de esclavitud sin
mañana posible. Fuente germinal de lo peor de la especie: odio, venganza,
avaricia.
Por tanto, el principal valor de esta coproducción
venezolano-española de 2000 radica en la perspectiva factográfica que la anima
y la convierte en un irrecusable, verista documento expositor de la tragedia
callada de unos seres relegados por la exclusión y el silencio cernido en torno
a su drama. En este sentido, el largometraje adeuda signos de gratitud con la
estética y los objetivos del cinema novo y se hace imprescindible delimitar sus
vasos comunicantes con dos piezas claves de tal movimiento: Vidas secas y Selva trágica, una y
otra centradas en percances colectivos de perfiles análogos. Si bien, su mayor
identificación con el pasado fílmico queda establecida con Araya, importante
pieza de la documentalística venezolana filmada en 1959, e inspirada en las
condiciones de vida y trabajo de los salineros de esa península caribeña.
Aunque el filme impresiona a causa del descarnado
naturalismo de sus imágenes y la objetividad con que logra captar, siendo una
obra de ficción, la angustiosa realidad de un microcosmos social carcomido por
la desesperanza, su visión fenoménica peca de reductiva y es huérfana de
elementos interrelacionadores con las bases generadoras de semejante
problemática, de goznes interconectivos con el bochorno seglar de un continente
saqueado. Papayal, este pueblecito, no constituye un coto cerrado ni un eslabón
aislado de una región secularmente expoliada, y pese a que la película cierra
con esa brillante metáfora de los extranjeros que propalan desde el helicóptero
su derecho sobre esas tierras, no existe aquí una voluntad escudriñadora y todo
queda en el planteamiento dérmico. Se
extraña el hálito condenatorio, un desarrollo o al menos un desenlace cuya
dinámica fuese propulsada por la rebeldía (las muertes del capataz y de
Mulligan representan acciones aisladas motivadas por sentimientos primarios, no
por conciencia de grupo), al estilo de Redes,
el clásico mexicano de Zinneman, o La sal
de la tierra, aquella primigenia
producción independiente norteamericana.
En ambas, pescadores y mineros, respectivamente, tenían un papel más
activo ante su desangre diario de maltrato laboral. Quizá el realizador de Oro diablo, José Novoa -cineasta
valiente a quien debemos ese poderoso alegato sobe la violencia infantil, los
bajos fondos y el narcotráfico titulado Sicario-
eludió semejantes derroteros para escapar de una narración panfletaria que
hiciera agua su relato, pero lo cierto es que debió hundir más su escalpelo. De
intentarlo, hubiera hecho una cinta más consistente de esta Oro diablo, en cuya fuerza primitiva de
las formulaciones estriba tanto sus encantos como sus limitaciones. Manifestadas
éstas, sobre todo, en la estereotipia en la concepción de los personajes y el
conflicto dramático, en composiciones escénicas poco imaginativas, encuadres
reiterados, abuso de las tomas aéreas,
pobre explotación de primeros planos para graficar el sufrimiento de los
personajes, diálogos tambaleantes, actuaciones desiguales...
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