Los Tudor (The Tudors,
2007) fue una apuesta de la
industria televisiva por el drama histórico. Superproducción de la cadena
estadounidense Showtime —con respaldo de homólogas de Inglaterra, Canadá e
Irlanda, donde fue filmada íntegramente—, esta serie recibió la venia colectiva
del universo crítico en el mundo. Y, además, el respaldo masivo de los espectadores,
quienes —a razón de un millón por capítulo—, situaron en la punta del rating al
material de su tipo más caro elaborado en la historia de la planta.
Ganadora de dos Enmy —tuvo once nominaciones a este premio y
varias al Globo de Oro y los IFTA, entre ellas la de mejor producción dramática
del año para el primer caso—, Los Tudor
está repleta de actores británicos de primer nivel.
Entre estos se encuentra Peter O´Toole (el Papa Pablo III);
Jonathan Rhys—Meyers (el rey Enrique) y Jeremy Northam (Tomás Moro), unidos al
australiano Sam Neill, quien interpreta, de forma soberbia, al cardenal Thomas
Wolsey.
De hecho, Neill es el
alma dramática de toda la primera temporada, en su encarnación —riquísima en
matices e inflexiones— de este singular personaje de la iglesia, quien entregó
todo sus esfuerzos a la gracia del veleidoso monarca, pero que, caído en
desgracia, no tuvo más remedio que suicidarse.
Los Tudor se centra en la primera etapa
del mandato del dueño de la corona inglesa durante varias décadas del siglo
XVI; y su difícil empeño de obtener del
papado la autorización para divorciarse de la reina Catalina de Aragón, y
desposarse con su amante, la pasional Ana Bolena. Asunto este que a la larga tendrá
señaladas connotaciones políticas.
Los méritos básicos de la obra se hallan en tres frentes
fundamentales: primero, las estupendas caracterizaciones de este grupo de
intérpretes ingleses en plena forma, de vehemencia y variedad de registros
difíciles de encontrar en una producción para este medio.
Y también, los guiones de cada capítulo, cuidados hasta el
detalle, pletóricos de meandros narrativos, generadores de vida propia para los
personajes, excelentes en la dosificación de ritmo y tensión…
Sin olvidar los aciertos del perfil puramente técnico:
edición, música, decorados, vestuario…, usual en este corte de producciones.
Sin embargo, en realidad Los
Tudor no sobresale por su respeto de la verdad histórica y se toma más
licencias de las que hubiera deseado cualquier amante o conocedor de la
historia.
Subvierte hechos, confiere preeminencia a sucesos que no la
tuvieron y desconoce la de otros que sí la poseyeron, ubica a Sumos Pontífices
en el momento histórico que no vivieron, o cambia anatómicamente a Enrique VIII,
por ejemplo.
Del hombre gordito que teníamos en mente por relatos e
iconografía, ahora aparece frente a la cámara un monarca de cuerpo de gimnasio;
e incluso lo desdibuja en su misma conducta, pues a veces suele disimular su proverbial
despotismo con un extraño aire angelical que confundirá del todo a los no
avisados.
Pero será a veces y solo eso, pues en rigor, la serie
observa (con menor o mayor atención, mas con verosimilitud) los acontecimientos
cardinales que marcaron su monarquía, tanto como las torvas intrigas de su corte,
los tenebrosos juegos de poder, el siniestro mecanismo político de la época…,
Al tiempo que corrobora la triste verdad secular de que, en
no pocas oportunidades, la historia y los pueblos han estado sujetos en su
decurso al capricho de la mente y los pantalones de tipos voluntariosos con un
tremendo poder en sus manos, utilizado de la manera más arbitraria bajo la
égida de las feromonas y par de flancos de mujer.
Creada por alguien de antecedentes en la realización de
producciones de corte histórico como Michael Hirst (Elizabeth), las primeras dos temporadas hallaron su foco temático
en el referido dilema de Enrique VIII, en razón de su pertinaz obstinación de
casamiento con la menor de las Bolena, una de las esposas decapitadas por este
monarca, quien llevó al altar a seis consortes. Ya algo de esta historia se
aprecia en las temporadas tercera y cuarta, las últimas del material.
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