Algún que otro crítico u opinante de ocasión interconectaría
el “reverdecer” reciente del audiovisual carcelario en la fronda temática,
así como su aceptación por parte del público y la crítica mundial, e incluso la
alforja de reconocimientos de medio o máximo nivel a los filmes Un profeta y Celda 211, con la cada vez mayor tendencia al encierro del ser
humano en las sociedades contemporáneas, la expansión de muros de todo género a
lo largo del planeta, el ostensible aumento de la población penal en naciones
de América y Europa -sobre todo Estados Unidos y España, donde las cifras anuales harían abochornarse a cualquier línea de texto-, o hasta con el tirón del
éxito internacional de la teleserie norteamericana Prison Break. Puede que dichas asociaciones encierren sus parciales
raciones de verdad, y todavía sería mucho más prudente coligar la reactivación
de tal gramática a este presente
absoluto, eterno, sin mucha luz, tanto ruido y demasiada oscuridad, Antonio
Tabucci dixit, o aventurar otras correlaciones entre el escenario social de
privaciones sistemáticas de derechos, ultravigilancia… y el interés del séptimo
arte hacia ese universo-representación a escala de las prácticas más brutales
del capitalismo salvaje contemporáneo.
Pero honestamente no creo que semejantes
conjeturas de trastienda fundamenten del todo ni la presunta eclosión del
subgénero (en realidad pese a el discreto ascenso en la tendencia al tema no
pasan de cuatro o cinco las películas de verdadero relieve en los años más
próximos y pocas series), ni mucho menos la atracción de los receptores o el
respeto de los especialistas (quienes hayan seguido rastros al asunto sabrá que
viene sucediendo, con sus idas y venidas, desde uno de los primeros éxitos del
sonoro: El presidio, dirigido por
George Hill en 1930, seguido de cerca y en el mismo orden por obras de Howard
Hawks, Melvin LeRoy, Michael Curtiz, un Douglas Sirk todavía en Alemania -a
través de Zu neven ufern
de 1936, abre la variante femenina- Archie Mayo y Fritz Lang, pasando
los ´30, las décadas y a su marcha los medios logros o reales dignificaciones
de Dassin, Castellani, Wise, Bresson, Becker, Sturges, Rosenberg, Gries, Lumet,
Losey, Frankenheimer, Schaffner, Parker, Siegel, Darabont, Robins, Babenco…). Aunque sin similar masa cuántica, pero a la
manera del western, el gangsteril, la comedia o el musical, el drama carcelario
-cruza entre el noir, el policial, el
cine de acción y el melo- forma parte de la historia del cine, de la esencia de
Hollywood; e iconos, fotogramas y secuencias de sus piezas claves jamás se
desdibujarán, en tanto integran esa galería de “apariciones adorables”
proclamadas por Derrida. Con nosotros se irán al otro patio los rostros
queribles del carimaldito Cagney, Muni, Bogart, Tracy, Fonda, Raft, Lancaster, la Hayward, Newman, Redford,
Eastwood o McQueen, recibiendo -o causando- sufrimiento entre los
barrotes de Sing Sing, San Quintín, Westgate, Alcatraz, Attica o los lodos de
diabólicas islas-prisiones.
Más allá del consustancial morbo humano por
penetrar de alguna forma en un espacio donde bien resulta posible que la
especie pacte con sus componentes más primitivos para sobrevivir, e incluso la
tan a simple vista paradójica como en propiedad a la raza irresistible
subyugación de pillar de lejos lo que se teme con el más percutiente pavor, la
base del origen de su atractivo en la pantalla -lo mismo que en la literatura-,
descansa en que su materia prima básica son los perdedores, con su
consustancial fardo de irrealizaciones, malas coseduras, patas metidas. Da
igual sean inocentes, si es que siempre lo serán, ya lo sabemos, o criminales
redomados. Al traspasar la celda, la jugada se perdió, aun ganándola. Estriba
en que puertas adentro de la jungla entre
rejas las polarizaciones se
extreman, la competitividad alcanza rango supremo y son comprobables en estado
puro algunos postulados de Darwin. No sin causa deviene uno de los escasos
sitios donde la humanidad puede llegar a mostrarse en su materia original, sin
las puestas en escenas sociales y las representaciones de cada parque temático
de nuestra rutina.
Así queda claro en la serie española Vis a vis, cuyo primer capítulo de la
segunda temporada acabo de ver. A ver, esto no guarda demasiada relación con Orange is the New Black, el drama ¿o
comedia mejor¿ de Netflix. La europea es más cruda, más en la línea tradicional
del subgénero y, al menos en el deprimido contexto de la producción serial
ibérica, representa un producto digno.
Bien por arriba de la media allí, porque
logra la hazaña increíble que los 70 minutos larguísimos tipo de las series de
esa nación ahora se vayan como agua, sin zonas muertas, con puntos climáticos
donde deben ir; provista de muy buena descripción de ambientes, atmósferas
generadas a base de inteligencia y tacto, loable trabajo de diálogo y meritoria
articulación e interpretación de personajes.
Maggie Civantos en su Macarena y Berta Vázquez
dando vida a la “Rizos”, pero sobre todo Nawja Nimri bordeando a la Zulema y la
nieta de Lola Flores a la Zaray, meten hierro al cuadro actoral de un thriller carcelario con garra, casi
impensable en una señal como Antena 3.
O.K, esto no llega a poseer el calado de Celda 211, los lugares comunes se
repiten (difícil no hacerlo en una variante tan codificada), algunas villanadas
clásicas se huelen a distancia, sí, e incluso hay otros elementos todavía a su
desmedro, pero aun así sigue siendo una serie bien rodada, atractiva y
recomendable como mero entretenimiento facturado sin complejos en la misma
España que lanza al año series inenarrablemente malas, extensas como chorizo y
rutinarias como la lotería de barrio.
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