Figura referencial del alguna vez llamado “Nuevo Cine
Independiente Argentino”, Israel Adrián Caetano horadó, luego de dicha faceta
de arranque, en la tradición clásica y la reasunción moderna de los géneros para realizar plausibles
deconstrucciones tipo Un oso rojo (2002), cual suerte
de advertencia primera de las bifurcaciones de un cine que ya emprendía sus
pininos en el espacio más conspicuo del territorio industrial.
De forma previa, había tenido muy en cuenta a
movimientos de cine social ineludibles de la historia de este arte
-neorrealismo, free cinema, cinema novo-, que le ayudaron a
colorear el mosaico donde se afincaría, con personalidad e iniciativa, la
franja de su obra irrigada por tales influjos: esto es el indispensable tándem Pizza,
birra, faso (1997) y Bolivia (2001).
La inolvidable Pizza..., primer acercamiento a la ficción
(correalizado con Bruno Stagnaro), traía nuevamente a escena una díada nada
preterida por las pantallas de compromiso que en el cine han sido: juventud
marginal y exclusión social. Caetano sabía que tras suyo en la región existían
abordajes señeros del fenómeno, tal como Los olvidados (Luis Buñuel,
México, 1950), los filmes de la “Generación del 60” en Argentina, y más cercana
o paralelamente a su trabajo, toda la obra que al respecto estaba siendo
configurada a esta altura en cinematografías como las de México, Colombia,
Brasil y el mismo país de adopción del joven realizador uruguayo. Por tanto, ni
las copió, ni quiso decir la última palabra sobre el tema, ni hacer una
megapelícula a lo Ciudad de Dios. Simplemente pretendió fraguar su película, modesta, discreta, de cuatro pesos, pero muy digna y
de extraordinaria efectividad en tanto documento gráfico de una lacerante
problemática social.
De modo semejante a su posterior Bolivia, Caetano se
tira a las calles en Pizza… a
identificar con su cámara la por donde la miren espinosa cotidianidad de los
apestados del sistema, el detritus del capitalismo salvaje, el remanente
hediondo del neoliberalismo en su fase más radical. Lo hacía aferrado a un
realismo insobornable, sin apelar a la por entonces endógenamente en boga
estetización de la violencia o la sordidez, a manipulaciones emotivas o al
resto de los ardides del discurso narrativo hegemónico; mediante actores no
profesionales que más que actuar se reprodujeron a sí mismos. El seguimiento a
estos jóvenes marginales daba cuenta de la humillación diaria de su
subsistencia, dentro de una trama donde pesaba menos lo fictivo que el registro
cuasi documental de un drama transido de amargura.
El cineasta no solo introduce un cambio a compás
abierto de registro narrativo, espacial, sensorial en su filme de 2017, El otro hermano; sino que además nos propone
ahora una obra no fabricada desde los márgenes sino desde la integración total a
la industria, una de las vertientes históricas del cine argentino desde la
década de los ´40 del pasado siglo.
El hecho, por sí, solo conllevaría impugnación, so
caso de favorecer dicho paso no tanto la abjuración personal de postulados
estéticos -que pueden modificarse con arreglo al blanco de intenciones- como la
realización de un cine entreguista, marcado por las fórmulas de laboratorio
diseñadas para contentar las apetencias condicionadas de eso engañosamente denominado
“gran público”.
Pero no es el caso. Si bien aquí hay otro Caetano, muy
distinto al de sus primeros dos recordados filmes independientes, El otro hermano no resulta cine
descartable, ni su potencial comercial lo limita en tanto obra artística.
Aquí, él simplemente confirma sus habilidades para
defender buenos planteamientos desde un esquema industrial, como -recordemos-
lo hizo antes en la antes citada Un oso
rojo; pero además en Crónica de una
fuga (2006), ambas apreciadas en las citas habaneras, lo mismo que los
títulos incluidos dentro de su franja independiente.
A partir de la novela Bajo este sol tremendo (2008), firmada por Carlos Busqued, el
realizador uruguayo-argentino hace germinar en El otro hermano un filme al que echa agua con la regadera dramática
de los narradores clásicos norteamericanos, aferrado a las claves morfológicas
de un western moderno (lo cual se
apunta desde la misma tipología escogida para títulos y créditos, así como en
toda la atmósfera de la película), siempre con el pie en el acelerador y a
palmos del paroxismo caricaturesco, aunque conveniente sofrenado puesto que esa
es la idea. Aquí los “excesos” no son obra del descuido, sino de la más abierta
intencionalidad.
Y esto el creador lo traslada también al universo de
sus personajes, antihéroes en la línea inveterada de sus galerías humanas. El
villano compuesto por Leonardo Sbaraglia por momentos parece material de comic,
aunque es parte del componente lúdico que es impregnado a un relato catártico,
pletórico de movilidad y contraste, energía y una muy singular guasa que
subyace dentro de climas signados por su carácter agobiante o su eventual
propensión onírica.
Este neo-western dirigido y coescrito por Caetano, con
foco espacial en un pueblito perdido del Chaco en las cercanías de la frontera
con Brasil, adopta flexibilidad asombrosa para saltar del thriller más oscuro a la improbable unidad de un tipo de comedia
negrísima con el folletín decimonónico y el
thriller y el policial patrio:
esto último cual cruza loquísima del Fabián Bielinsky de El aura con el Adolfo Aristarain de Los últimos días de la víctima y las nuevas expresiones locales del primero, a la manera de,
verbigracia, Nieve negra.
Caetano traza tal polícroma mixtura de registros
-dómine de las transiciones, con dominio de los tiempos narrativos- punteando
en la cartografía emocional de su amor por el cine. El espectador curtido apreciará las
refocilantes remisiones a Carpenter; Walter Hill; a los Coen de Fargo o No Country for Old Men y a un paradigma (no reconocido por el
consenso crítico, aunque sí por este redactor) de este tipo de cine, como lo es
Giro al infierno, de Oliver Stone.
Tal dicha cinéfila al narrar se verifica ahora sin
amarras en uno de los directores latinoamericanos más cinematográficos (y nada
más lejos del pleonasmo, lo cual puede apreciarse a las anchas en El otro hermano); al tiempo que resulta
asimilada, desde el lado de acá de las butacas, lo cual contribuye a echarle
menos en falta soluciones objetables como ese epatante cierre -en nada
consecuente con la altura de prácticamente todo el metraje-, la forma de armar
las escenas del banco (sí, ok, la acción se produce en un pueblucho, pero los
seres humanos no son lerdos en ninguna parte) y ciertas propensiones gore que suelen reñir con la fluencia de
la trama, por muy ríspida esta sea.
(Texto publicado originalmente en el portal de la UNEAC Nacional)
(Texto publicado originalmente en el portal de la UNEAC Nacional)
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