Los siete capítulos de la, en fecha reciente, concluida séptima
temporada de Juego de tronos (la más
breve de todas y penúltima de la serie de HBO que finalizará con la octava en
2019) fueron cine de aventuras de la mejor traza, fantasía épico/heroica de la
más sobresaliente factura, los cuales -vistos en conjunto- alcanzaron altura
como espectáculo de entretenimiento.
A diferencia de algunas precedentes, dicha “season” descolló merced a su
peculiar coherencia narrativa interna dentro de un relato arqueado del frenesí
a la locura más caótica; en virtud de concentrar algunos de los momentos de más
humanidad concebidos a lo largo de la ya extensa andadura del material (aquí
podría caber desde la “revelación emocional” entre el Perro y Tormund hasta el
precortejo entre Juan Nieve y Daenerys la Madre de los Dragones: lo último
entre lo más sutil y tierno de 2017 en la televisión mundial, aunque
curiosamente ninguno de los dos actores que los interpretan sean nada especial
en su oficio ni exista la mejor de las químicas entre ambos); debido a los
buenos diálogos -sin que tuviesen que provenir obligatoriamente del menos alto
de los Lannister, como hubo de suceder en etapas anteriores- y en razón de sus set-pieces de antología: imbricadas
estas, con pundonor, a antológicos momentos previos del corte de la
decapitación de la Mano del Rey, la “boda de sangre”, la batalla en el hielo o
el via crucis de Cersei; pasajes
todos, junto a otros muchos, los cuales quizá jamás abandonen la memoria de los
receptores.
En tanto espectador, en realidad no me ocupan ni preocupan tonterías
ultra comentadas en los medios del planeta y las redes sociales como que si la
recepción de esta séptima temporada hundió al porno en su hora de máxima
audiencia dentro de los Estados Unidos, que si los supuestos “forzados” o “paquetes” advertidos en
el guion, que si los cuervos volaban más rápido que el Challenger o cosas solo
proclives a señalar por quienes están más atentos a los detalles
supraartísticos, las manchas de la luz y/o no suspenden la credibilidad y no
saben, pueden o desean entrar de veras al universo particular e
(increíblemente) infinito de esta mitología audiviosual que, en su género, ha
sido lo más gratificante desde las andanzas fílmicas de Peter Jackson, con todo
y las diferencias manifiestas entre ambos cosmos temáticos y creativos o el
talento descomunal e incomparable del director neozelandés.
A la espera de los últimos seis
episodios epilogares de la octava temporada, nos quedamos con el buen sabor de
una entrega que en su más reciente edición ha habido además descolgar inteligentes
subtextos sobre la naturaleza del poder y los populismos posibles; al tiempo
que logró anticiparse a la revolución femenil de los movimientos #MeToo
y Time's Up desde la
factibilidad del empoderamiento total de la mujer en los diferentes coordenadas
temático-geográficas manejadas en sus guiones.
Cual antes lo hizo la televisión nacional, salas cinematográficas del
país proyectan ahora capítulos de la fase prologar de Juego de tronos, en línea con una dinámica ya operada con series
como Perdidos, Los Tudor, True Blood u
otras pocas también pasadas por los cines cubanos.
A quienes -gracias a dicha opción-, comiencen a adentrarse hoy en la
cosmogonía del Poniente, sería válido apuntarles que aunque en la obra del -en
materia de fe- poco acomodable George R.R. Martin exista poco de la dicotomía
Bien-Mal ultrareferida por el católico narrador británico de El señor de los anillos, el
estadounidense fue calificado por la revista Time, de igual modo a otros muchos buscadores apurados de
parecidos, como “el Tolkien americano”.
Reacio a las equiparaciones, reales o traídas por los pelos, valdría no
obstante destacarle a los cómodos establecedores de parentescos, sí, que el
norteamericano -a través de menos magia y arquetipos, más realismo, crudeza,
explicitez, diversión, densidad, diversidad de universos morales prohijados por
la misma inescrutable naturaleza humana, indagación en los perfiles volitivos,
sordidez y sexo-, en verdad ha sabido redimensionar el género épico, la
fantasía heroica, a unos tiempos corrientes donde muchas fronteras fueron
dinamitadas a favor de un Más Incontenible, reclamante de tensar los arcos de
la representación a los límites de lo indelimitable.
El ora esplendoroso, ora irregular Martin -no todo lo emanado de su
bamboleante pluma irradia igual- trasluce lo anterior en varias sagas
novelescas, de una de las cuales (Canción
de hielo y fuego) la cadena HBO tomó buena nota para -con la colaboración
del propio escritor- estrenar en 2011 la primera temporada de una serie convertida
en la más laureada de la historia de la televisión con 38 Premios Emmy.
A su fabulosa ambientación, diseño de producción de Genma Jackson u
organicidad de la puesta en pantalla hay que añadirle la cadencia dramática,
tonalidad, ritmo, caracterizaciones…, pero -sobre todo-, la posesión de una
entidad cuasi inclasificable en palabras, capaz de jerarquizar cualquier
producción audiovisual amén de singularizarla: el ángel de la serie.
Juego de tronos porta un ángel que sobrevuela, vigila, bendice muchos
de sus capítulos, desde los primeros diez de la temporada inaugural, a partir
del mismo piloto y su inolvidable set-piece
inaugural en la nieve, pasando por aquel en el cual al Stark (Sean Benn) que
parecía protagonista le arrancan tranquilamente la cabeza.
De predecible nadie podría acusar a este trabajo ungido tanto por la
imaginación como por la sagacidad de los guionistas -David Benioff a la cabeza-
de no dejar sucumbir la narración entre los fórceps de la épica. Al margen de
sus obvias, necesarias escenas de este tipo dado el género del exponente, o la
coralidad, gana preeminencia la batalla interior del ser humano dentro de un
escenario de pasiones, mentiras, subterfugios e intrigas donde los personajes
están configurados para convertirse en baza mayúscula del relato.
Dramáticamente deliciosa la familia Lannister en su totalidad, con
destaque el enano Tyrion, compuesto por Peter Dinklage: el tipo más
inteligente, cínico e hilarante de estos Siete Reinos habitados por hermanos
incestuosos, malvados reyezuelos mimados, retorcidos tipejos, humanidades
poliédricas, miradas orbiculares, envidias, celos, rivalidades; también por
extrañas criaturas de los hielos, guardianes de noches o muros, dragones y la
madre humana de dichas figuras fantásticas: la rubia Targaryen.
De ella y otras mujeres será del todo la octava temporada. Nadie podrá
hablar ni de misoginia, ni de faltas de oportunidades para el sexo femenino
aquí.
(La crítica fue publicada originalmente en el portal de la UNEAC
Nacional)
Buenas, le dejo un link pero me imagino, Molina que ya lo haya leído.
ResponderEliminarhttps://www.cubanet.org/opiniones/granma-coge-noticia-falsa-aqui/
No diré si es cierto o falso,en cuanto a la mención a usted y su labor periodística, tampoco quiero darle publicidad a quien realizó el artículo pero me gustaría saber que piensa de lo escrito en el mentado escrito. Gracias
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