El
espectador que no posea ninguna información previa respecto a la historia
relatada en la película, se devanará infructuosamente los sesos hasta el minuto
100 de un largometraje de 125 como Ernesto,
coproducción japonesa-cubana que el año anterior el realizador nipón Junji Sakamoto
finalizara en homenaje al aniversario 50 de la caída del Che Guevara y de sus
compañeros de la guerrilla en Bolivia, estrenada el pasado octubre en Japón y
ahora en nuestro país, en ocasión de los noventa años del natalicio del Che. Las
dudas le sofocarán porque, pese a ser este último el cometido del filme y
aparecer el Guerrillero Heroico en numerosas escenas, no será ese Ernesto del
Granma y la Sierra el protagonista del relato ni al que se refiera el título,
sino al Ernesto que el propio Guerrillero Heroico le ubicó como apelativo para
la lucha insurgente en Sudamérica al estudiante de Medicina de origen
boliviano-nipón Freddy Maymura Hurtado, personaje central defendido por el
actor japonés Joe Odagiri y único con peso dentro de una trama coral mayoritariamente
asumida por actores cubanos. Cuestión de identidad y denominación esta no
revelada hasta entonces, para las postrimerías de un largometraje que solo en
la zona epilogar referirá el pasaje histórico de la guerrilla.
El
director de El rostro y Niños de la oscuridad, de evidente
filiación progresista, se propuso el loable empeño de visibilizar para Japón y
el mundo a Freddy Maymura Hurtado, hijo de un inmigrante japonés en Trinidad,
ciudad boliviana, y figura de extraordinaria dimensión humana, quien renunció
a la comodidad de su familia solvente en la nación andina para viajar a Cuba,
convertirse en médico y ayudar profesionalmente a la población pobre de su
país: misión reconducida luego del golpe militar en La Paz y la articulación de
la guerrilla internacionalista comandada por el Che, a la cual se incorporaría
bajo el sobrenombre de “Ernesto, el médico” y en cuya lucha muere en 1967, con
solo 25 años.
Sin
embargo, en Ernesto, la película, se
verifica -con creces-, la dolorosa dicotomía que puede dividir las plausibles
intenciones de una obra cinematográfica y sus concreciones artísticas, hasta
convertirlas en opuestos absolutos.
Dudas no
caben, el filme dirigido y escrito por Sakamoto (merecedor del Premio Especial
de la Paz en el pasado Festival Internacional de Hiroshima) integra esa parcela
de piezas “necesarias” interesadas en rastrear el fabuloso pretérito de coraje,
dignidad e hidalguía de nuestro país y del subcontinente, trabajos por los
cuales este propio comentarista ha abogado en disímiles oportunidades, habida
cuenta de su significación para el conocimiento de las nuevas hornadas de
receptores y de su pertinencia en tanto reflejo fílmico de magnos hechos que
nos precedieron y definieron. Cuanto falla aquí es que se registra una
convergencia de desaciertos de la dramaturgia y la puesta en pantalla, de
manera que lo que debía ser una película de ficción corre el riesgo, en
demasiadas ocasiones, de convertirse o bien en un ejercicio didáctico para
niños de primaria o bien en un panfleto barajador de las mismas cartas marcadas
del cine de propaganda estadounidense desde que Hollywood comenzara sus
películas para levantar la autoestima de los soldados patrios en la II Guerra
Mundial. Por supuesto, Ernesto cuenta con un contenido
ideológico antitético al preconizado por la industria fílmica yanki al
servicio del Pentágono y en cambio acorde con enfoques objetivos y un ideario
de izquierda muy bien delineado. Pero eso no es todo para apostar por una causa
en el celuloide. Si no hay arte, poco podrá auparse, respaldarse. Y es el caso,
lamentable, de esta proposición.
Sakamoto,
en calidad de escritor y guía de la película, constituye el responsable
principal del desaguisado. Si bien su acercamiento a colosos continentales de
la talla del Che o Fidel está marcado por la admiración y el cariño, la
definición en pantalla de ambos resulta nimbada por el imaginario de manual
configurado por algunos en relación con estos, por una mirada desde la lejanía
cultural y desde la atalaya del estereotipo. El Che (Juan Miguel Valero
Acosta), de mayor representación dentro del argumento, es pura cáscara
acorralada entre el discurso siempre sentencioso; y el líder histórico de la
Revolución Cubana (Roberto Espinosa Sebasco), mera pose, amalgamada solo a
partir de ciertos ademanes típicos del Comandante, que aquí son llevados al
plano directo de la exageración o hasta la caricatura. La intervención de Fidel
en rechazo al ataque imperialista a Playa Girón, del minuto 22, ejemplo
palmario de lo anterior, deviene yerro absoluto en composición e
interpretación.
Ninguno
de los dos actores, especialmente Espinosa Sebasco en su rol de Fidel, se
sienten cómodos en su incorporación de personajes bigger than life (más grandes que la vida), de ese tipo de héroes
para los que se demandaría al Benicio del Toro del Che de Steven Soderbergh, en el primer caso, y que en el de Fidel
todavía está por aparecer.
La
interpretación supone uno de los contratiempos más evidentes acá. No sé por qué
Sakamoto y sus responsables de casting,
siendo esta una película con capital japonés y de perfil multinacional
(concepto generador de resultados repudiables desde varios de aquellos
exponentes fundacionales del cine europeo de los ´60), eligieron a actores
cubanos para representar a los estudiantes latinoamericanos que vinieron junto
con Freddy a estudiar Medicina en la Isla, cuando debieron contratar a
intérpretes originarios de dichas naciones. En la tarea de imitar el acento de
sus respectivos países, los nuestros incurren en el ridículo. Aunque el lastre
fundamental no sería ese, sino que no superan la categoría de bocetos; son
almas desdibujadas.
El romance
platónico de Freddy con Luisa (la cubana Giselle Lominchar, de recursos muy
limitados) intenta descondensar la extrema solemnidad que atraviesan unos
fotogramas reacios a la distensión en el tono del relato y signados en cambio
por la gravedad de muchas de las secuencias planificadas, habitadas por
personajes sin átomos de relajación. En 124 minutos nadie organizará una broma
ni sonreirá. Solo una historia “cubana” contada por un japonés podría lucir tan
severamente oriental.
El aparato
formal (fotografía correcta, límpida, muy cinematográfica en estos días de
visualidad televisiva en demasiado filme) del opus de Sakamoto desborda su endeble narrativa. Y supone otra de
las paradojas lancinantes de la película.
El
epílogo de carácter documental en el Memorial Ernesto Che Guevara en Santa
Clara (donde reposan los restos de Freddy Maymura Hurtado, junto a los de sus
compañeros combatientes de la guerrilla boliviana) será recordado por
representar uno de los apéndices más innecesarios y peor montados del cine
reciente producido o coproducido en Cuba.
Tiene
un momento, sí, el filme, que, creo, resultará evocado por la fuerza específica
de su imagen y la mirada de Joe Odagiri como Freddy/Ernesto en el momento del
asesinato del revolucionario de Ñancahuazú por las hienas del ejército
boliviano. Esos ojos de desprecio, incomprensión, coraje y resolución del
joven, que valen por mucho de cuanto no fue capaz de transmitir la película a
través de dos horas, hablan con elocuencia de la dignidad irredenta de una
clase, un continente; de la gente sin tierra y oprimida de esta América nuestra
esquilmada. Con sus venas abiertas, siempre, por desgracia, al zarpazo de esos
títeres al servicio de un imperio que ordena: por cierto fustigado con justicia
en el filme de Sakamoto desde el mismo prólogo.
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