Luego
de la norteamericana y la francesa, es la industria cinematográfica de Corea
del Sur la tercera más completa del mundo. Al, casi en masa, deplorable cine
hindú no lo tiene en cuenta este comentario, porque de las 850 películas
anuales que produce, el 95 por ciento son destinadas a un consumo
inexcusablemente interno, en virtud de su folclorismo exacerbado y la letanía
de su inalterable dispositivo narrativo-formal amarrado a historias sosas,
melodrama, baile y canciones.
En la
pantalla surcoreana, mucho más atractiva (por su integralidad) que la japonesa
y la china entre las de su continente, existe conspicua galería de autores,
notables directores comerciales, artesanos distinguidos por la eficacia de su
quehacer, atención a todas las parcelas temáticas y una experticia técnica de
veras plausible. Estos artistas han logrado algo casi impensable en prácticamente
la totalidad de las cinematografías nacionales del planeta: dominar el mercado
de su propio país. Pero hacerlo bien; no a la manera hindú de vergonzante enajenación
popular y ausencia total de crítica social. El elemento factual de que de las
diez películas más vistas en la historia de la nación surcoreana nueve sean
locales expresa con elocuencia el éxito de
producción/distribución/exhibición/recepción popular registrado en esa zona
meridional de la Península Coreana.
Amén de
otras orlas, como su interés por escudriñar críticamente la sociedad en el
terreno del policial y el thriller, al material fílmico elaborado en Corea del
Sur lo distingue su recurrencia y entusiasmo en el abordaje del cine de género.
De tal, son plato de postre en festivales especializados como el de Sitges,
donde La villana (Jung Byung-gil,
2017) cautivó durante la más reciente versión, como antes lo había hecho en
Cannes, la principal cita generalista del orbe.
Dicho filme,
visto primero en la televisión y ahora en salas, es la quintaesencia del cine
de acción, aunque en su prototipo más descacharrante, brioso y lúdico. Cuanto
diferencia al género aquí -en Corea del Sur, pero sobre todo en La Villana- en relación con el
practicado en los Estados Unidos o en la factoría Besson en Francia es justo
eso: el nervio, el gozo y la ausencia absoluta de complejos a la hora de
asumirlo en tanto una parte más del cine que es.
Jung
Byung-gil toma la criatura maleable del guion y la transforma en una puesta en
pantalla de movilidad total, dirigida a la refocilación sensorial, donde el
aspecto visual es predominante a efectos de transmitir el espíritu de moscardón
que recorre la mayoría de las secuencias de un filme cuyo desarrollo no recurre
a los patrones canónicos del clímax y anticlímax, sino a los principios de un
crescendo permanente que demanda un seguimiento constante y la máxima
complicidad de espectadores en el pico del frenesí.
El
realizador de Confesiones de un asesino
imprime a su nuevo filme una dimensión coreográfica que lo emparenta con las
mejores producciones de artes marciales producidas en Hong Kong a través de la
década de los ´70 y la revitalización finisecular de Ang Lee en el continente.
La tradición asiática en ambos géneros descansa acá en la orgánica fluencia de
este río de adrenalina y desenfreno que es su largometraje. Eso, que parecería
algo antitético -organicidad en un filme “loco”-, Jung Byung-jil lo consigue
merced a un montaje de sumo nivel de precisión. La yuxtaposición de planos,
secuencias y coreografías deviene fundamental en La villana, a instancias de
generar el efecto de continuidad paradigmático establecido en la propuesta.
El
relato de esta asesina, personaje central del filme, remisivo a Kill Bill, Wanted, Atómica, Nikita u otras películas
estadounidenses o francesas, es capaz de encontrar una personalidad propia que
lo desligue de los referentes, a partir de su articulación del hecho
coreográfico en tanto vector sine qua non de la carrilera argumental dramática.
Todo se
fundamenta, explica y explicita en las constantes de una poesía de la acción de
cara a la cual Jung Byung-gil opaca el efecto digital del mainstream USA por conducto de diminutas cámaras de filmación y
Go-Pros. Ello genera una experiencia de inmersión por parte del receptor que,
no tanto como aproximarlo a las dinámicas del videojuego en primera persona, lo
hace parte del mismo escenario desde una posición de espectador favorecido en
omnisciencia y ubicuidad.
Eso
queda remarcado, ya, desde esa primera rugiente secuencia continua en subjetiva
-corte la rusa Hardcore Henry-, en
la cual la asesina se despacha a más adversarios que el flautista contra los
ninjas, Bruce Lee en cualquier competición o Uma Thurman en Kill Bill. La película, a resultas,
mucho más preocupada por el continente que por el contenido, oblitera reafirmar
puntadas de manual en la caracterización del personaje central y se muerde la
cola en algunos de sus planteos a mitad de metraje. No obstante, eso no le
impide vertebrarse en una rica experiencia del género, en sus formas quizá solo
posible de acometer hoy día en un cine como el de Corea del Sur.
(Texto publicado originalmente en el portal de la UNEAC)
(Texto publicado originalmente en el portal de la UNEAC)
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