En
su fundacional La celebración (Festen, 1998), Thomas Vinterberg, en
pleno proceso de alumbramiento del movimiento cinematográfico Dogma 95, se
adhiere como el ostión a la roca al decálogo de esta corriente artística
danesa, irrumpida a finales de la última década del siglo XX en tanto
contrapropuesta ideoestética a la narrativa hollywoodense.
De
acuerdo con los preceptos básicos del manifiesto-programa de Dogma 95, en la
que constituyó la primera película del movimiento Vinterberg filma en escenarios
reales, no construidos para el rodaje; rueda a color y sin iluminación
especial, filtros u otros instrumentos ópticos; trabaja a cámara en mano; no
emplea ningún tipo de sonido o música producidos por separados de la imagen; no
se adscribe a ningún género clásico; no altera los espacios
geográfico-temporales.
No
creo, como se opinara, que este impulso creativo de Dogma 95 (al cual alguien
calificó como “el fruto de una noche de juerga de cuatro daneses borrachos”),
haya sido una pose onanista, una coartada comercial o un acto de oportunismo.
En
realidad, reposó verdadero arte cobijado entre los edredones pioneros de
Vinterberg, Lars von Trier, Kristian Levring y Soren Kragh Jacobsen. Cuánto ocurrió
-entre otras razones y según mi punto de vista-, es que a Dogma 95 le faltó
gasolina emocional para continuar el camino. Sus practicantes necesitaron
continuidad y también sistematicidad. En cierto momento se pecó de saturación y
en otro de desolación o sequía creativa. De intermitencia sufrió además su
respaldo mediático. El sol von Trier también menguó el sistema satelital del
grupo. Hubo asimismo algo de descrédito.
Hoy
sabemos, por ejemplo, que Vinterberg echó su mentirita en La celebración, al utilizar trapos de cocina para tapar un
cortinaje y lograr determinado efecto de iluminación, algo opuesto a lo
establecido por las normativas del referido movimiento. Pero eso es virulilla;
sobre todo Dogma 95 irremisiblemente iba a hacer agua en algún minuto (además
de lo opinado en el párrafo anterior) por afiliarse a corsés demasiado rígidos,
a una escolástica en extremo severa, a la más autoexigente de las liturgias.
El
verdadero camino del cine, al final, tampoco está en esto. Los dogmas son solo
eso: dogmas; lo mismo sean cocinados en California o a la cara de Escandinavia.
A todo exceso lo pintan manitas de aberración.
Pero
La celebración, el histórico Dogma #
1, del cual ahora la historia del cine celebra su aniversario veinte de
estrenado, fue una gran película en su
momento y lo sigue siendo hoy, pues ha resistido, estoica, el paso del tiempo.
Si bien, mas debido a su contundente historia que a su formal artilugio
“dogmático”. Iba a ser buena, con un buen director, en cualquier parte, e
incluso sujeta a otros estilos. Siempre y cuando no desdeñase el creador que
fuere el único recurso técnico insoslayable de esta cámara en mano, que opera
como un ente interventor más en un relato de violencia, catarsis y secretos
confesados.
Estamos
en la fiesta del aniversario sesenta de un paterfamilias de la alta burguesía
de Dinamarca. Al convite de la mansión campestre por el cumpleaños, asisten
parientes e invitados. Los tres hijos, adultos todos, del señor agasajado
vienen de lejos. Se bebe y se come en medio del ágape.
Durante
la cena, uno de los tres vástagos (tan disfuncional como el resto de sus
hermanos y la familia toda, pese al velo de normalidad tras el cual esconden su
verdadero rostro) pide la palabra. Lo que dirá primeramente será tomado como un
acto de enajenación mental y provocará que lo expulsen del festejo. Pero logra
retornar, para volver a hablar. La confirmación de la veracidad de sus palabras
advendrá por la convergencia de una serie de elementos. A la larga nadie dudará
que el jefe de la casa lo sodomizaba en su infancia; y que también violó
repetidamente a una de sus hermanas, hasta conducirla al suicidio.
Vinterberg,
desde la atalaya de un distanciamiento programático, no tiene la mínima
compasión en este cáustico retrato burgués de resonancias buñuelianas y
chabrolianas (recordar también que Michael Haneke había estrenado su bestial Funny Games un año antes).
El
largometraje de Vinterberg es una sucesión de conseguidísimas atmósferas,
dentro de una estructura situacional de dramaticidad creciente, que funciona
por efecto de bola de nieve, hasta llegar a la catártica resolución. Cine
recio, fornido, tomado por una cámara más ansiosa que un moscardón, la cual da
la idea (por si la narración no bastara a atestiguarlo) de la intensa tensión
mental vivida en el cuadro humano focalizado.
La celebración,
irónica, bisémica desde su mismo título, da cuenta, una vez más, pero con bríos
de primer viaje de marinero, de la gran ironía de una existencia burguesa
pródiga en recursos materiales y raigalmente escindida de herramientas
espirituales y felicidad.
Quedan
impresos en los 106 minutos de esta
memorable película, de la cual se cumplen ahora sus dos décadas, el
resultado del linchamiento de la suciedad y la maldad al cuerpo de la
inocencia.
(Publicado originalmente en
el portal de la UNEAC).
Excelentes comentarios de crítica cinematográfica encuentro en ste blog, profesionales y muy bien hilvnados, enhorabuena!!!
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