viernes, 30 de noviembre de 2018

A veinte años de «La delgada línea roja », Malick contra el horror de la guerra



Mera poesía de la vida en el libro de la guerra. La antítesis presupuesta por el anterior enunciado envuelve la conceptualización filosófica de uno de los filmes bélicos menos belicistas de la historia del cine y de, decididamente, la película norteamericana de guerra más europea en su tempo, perspectiva dramática y modelo narrativo.


La delgada línea roja (The Thin Red Line, 1998), la última gran obra del género en el siglo XX, conlleva a plantearnos no solo cuán generadora de muerte es la guerra, cosa sabida; sino cuán deudora de lecciones es la paz de la guerra. Al punto de que, solo atrapado el hombre entre el fuego y la sangre de una, es inigualablemente capaz de justipreciar la luz y la bondad de la otra.

Los personajes de la película comprenden que están abocados a algo tan innoble, como noble consideraron -una vez-, su decisión de marchar al frente; y entre el horror muchos comienzan a sentir que su condición, la humana, no resulta tal allí. Que nada más lo será al calor de la paz. Una paz que ahora contornean en la mente, con la nitidez con que se evoca lo sublime desde la barcaza de Caronte, al cabo de los sin retornos o encenegados en el tremedal de las desesperanzas.

Tras justo veinte años de silencio, si se cuenta desde su obra precedente Días del cielo (1978), el mítico realizador estadounidense Terrence Malick retornó en La delgada línea roja, lanzándonos a boca de jarro y, casi ya perdida la preparación para cosas de esta guisa, un imponente texto dramático -afincado en la novela homónima de James Jones- rebosante de reflexiones acerca de la naturaleza maligna de cualquier conflagración, el espíritu belicista de algunos hombres y la reacción de otros hacia lo irracional.

Malick parapeta a sus personajes tras diferentes puntos de vistas para conformar un parangón simbológico de las distintas actitudes del ser humano, sea en la batalla o fuera de ella. Lo expresa, sobremanera, mediante ese superior dispuesto a sacrificar a cuanto soldado fuese necesario en la toma, a los japoneses, de la Colina 210 de la isla de Guadalcanal, en plena II Guerra Mundial, y a través del jefe de menor rango, quien pretende hacer lo mismo pero conservando la mayor cantidad de vidas posibles.

Este ducho cineasta no nos quiere decir que pueden haber dos guerras, una más y una menos sangrienta (como en la actualidad el aparato de propaganda del Pentágono intenta hacer creer de las “operaciones quirúrgicas” y otras intervenciones norteamericanas), sino que existen dos sistemas de pensamiento derivados de la dualidad ínsita aniquilar/crear: verificable en toda su fuerza en el escenario de una confrontación, aunque, en última instancia, irónico basamento minimalista del que parten y al cual se asocian todos los demás intereses generadores de un conflicto armado y sobre cuya inclinación a favor de la tendencia redentora y enaltecedora de la especie comenzaremos a borrar un día esa nada tenue línea roja de guerra que ha atravesado cada período de la historia humana, acompañándola de luto y destrucción.

Este filme, merecedor del Oso de Oro en el Festival de Berlín 1999 y de siete nominaciones al -en su caso improbable- Oscar en el mismo año de Salvar al soldado Ryan, de Steven Spielberg, se aferra a un tempo denso, calmo, donde la línea discursiva tiende a apoyarse en divagaciones reflexivas y reminiscencias oníricas de los personajes, mucha descripción de ambiente y, en rigor, no tanto escarceo bélico para sus casi tres horas de metraje.

Sus limitaciones tienen que ver, sobre todo, con las reiteraciones de subrayados expositivos; la saturación de personajes propiciadora de no pocas omisiones compositivas y de calado, más allá de su carácter coral; y el uso, extemporáneo ya para las fechas de filme y relegado a los tiempos en que Malick dejó de filmar (si bien retomado en la actualidad y con lo cual él también se siente a gusto en sus producciones recientes) de grandes grupos de estrellas aglomeradas en el relato, cuya sustitución por actores menos conocidos hubiese conferido un grado de (in) comprometimiento con el mercado aun mayor a esta franca, serena y límpida oda antimilitarista de fin de siglo.

(Publicado originalmente en el portal de la UNEAC).

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