Se
entiende la pornomiseria fílmica como ese tipo de cine proclive a explayarse en
la visualización de la pobreza tercermundista, que confunde denuncia con
miserabilismo, al cual se le achaca sus intenciones for export.
Es
un concepto occidental, acuñado desde los tiempos de Ciudad de Dios (Fernando Meirelles, 2002) potencialmente
cuestionable desde su mismo origen y enarbolado demasiadas veces cuando se
quiere obliterar la cruda realidad social de las naciones subdesarrolladas entrevistas
por los filmes, bajo la matriz de que es más miseria para vender en los
festivales cinematográficos y ganar así sus directores cierto grado de
prestigio y seriedad en esa audiencia mundial en las antípodas del Sur, dada a
santiguar tales filmes más por su complejo de culpa histórico y para aplacar
conciencias que por el verdadero peso artístico de la obra.
Con
bastante de relativización y de cierta apócrifa superioridad moral por parte de
sus emisores, es un término que sirve para desvincular a los espectadores del
drama apreciado en los filmes y sembrarles la idea de que nada puede hacerse
por el calvario de los seres retratados. Por ende, en grado general no suele
convencerme; aun cuando sí es cierto que ese tipo de filme desvergonzado
existe: a veces no filmado por los realizadores tercermundistas sino por los
occidentales en países emergentes, valga la precisión.
Tal
preámbulo viene a cuento porque la película libanesa Cafarnaúm (Nadine Labaki, 2018) ha sido calificada por varios
críticos occidentales como “pornomiseria”, no importa su Premio Especial del
Jurado en Cannes u otros reconocimientos de peso mundial. Y nada más lejos que
de tal este largometraje, al que los miembros de la Asociación de la Crítica
Cinematográfica de Cuba seleccionamos entre los diez mejores exhibidos en la
Isla durante el pasado año.
Cafarnaúm es
un poderoso relato pletórico de verismo y sensibilidad, habitado por niños. Los
pequeños y la calle constituye una antiquísima línea temática de la pantalla,
cuyos buenos vinos descorchamos con Chaplin y El chicuelo, para alimentarse en
lo adelante de un numeroso grupo de filmes incidentes en la marginalidad social
de esas criaturas (Salaam Bombay, Pixote, La vendedora de rosas…) Con estos últimos exponentes se imbrica más
el largometraje de la realizadora libanesa, obra que hinca el diente además en
la inmigración ilegal y la tragedia de los refugiados: dramas de la más
acuciante actualidad motivados por la herencia neocolonial, la depredación
capitalistas en el Tercer Mundo y las consecuencias de la política imperialista
de Estados Unidos y sus aliados en diferentes áreas del planeta, especialmente
en África y Oriente Medio.
Apretuja
el pecho seguir la odisea diaria vital de Zain, el niño libanés de 12 años, y
del pequeño africano que arrastra consigo en su carretilla, zapateando las
calles cada jornada. Es una realidad que queda ahí, bien cercana al ojo europeo
de Bruselas; la cinta no se ambienta en Mogadiscio o en una favela
suramericana. Y eso ciertamente incomoda, por lo tanto que podría hacerse y no
se hace por erradicar o paliar ese escenario de precariedad y ausencias.
En
su tercera película, la más cuajada de la breve filmografía de su directora,
Nadine Labaki cuenta con una baza imponderable: la magnética presencia en el
rol de Zain del niño Zain Al Rafeea, intérprete no profesional quien con fuerza
de Atlas se echa en la espalda la mayor parte del peso dramático del
largometraje.
Toda
la introducción y desarrollo de Cafarnaúm
destacan por la forma cómo este personaje marca la brújula de un relato acompasado
y reacio a la explotación del tema.
El
trasfondo social de estas criaturas y las circunstancias personales reflejadas
no le impiden a Labaki insertos bien calculados de humor. Hay escenas
hilarantes, además tiernas, entre Zain y el precioso negrito que transporta en
su improvisada cuna-carretilla. Ella gestiona momentos inolvidables con el
pequeñín, cuando quiere escaparse de ese reducto donde lo protege el muchacho
mayor.
La
directora, empero, pierde algo del pulso hacia la zona del desenlace, cuando
agita más de la cuenta las sales del melo y nos regala intempestivo golpe de
timón tonal, para arribar a un puerto resolutivo algo complaciente.
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