¿En qué consiste, a mi modo de ver, el saldo a valorar de un documental como Yo soy Greta (I Am Greta, Nathan Grossman, 2020)?
No radica en el aspecto fáctico en torno al estado del cambio climático y la puesta en marcha de una posible nueva extinción masiva, porque hay centenares de materiales científicos, ensayístico-periodísticos en lo fundamental, pero también audiovisuales, superiores en cuanto a la calidad de la información proporcionada alrededor del asunto.
No radica en la opción de relato escogida, porque al día de hoy ya son muy
comunes los documentales de seguimiento de «detrás
de las cámaras» a figuras, en diversidad de ámbitos. Tampoco aflora rasgo de
innovación alguno desde el punto de vista técnico en este material lastrado en
cambio por la sobrecarga de la voz en off
de la personalidad observada.
Estriba en proponer un perfil íntimo que permite descubrir costados, nunca antes expuestos de forma tan directa, del ser humano en quien recae el peso de atención del filme: la activista ambiental sueca Greta Thunberg; consiste en adentrarse -desde su protohistoria- en tan singular personalidad y el proyecto de vida asumido, a pesar de sus limitaciones, por esta niña. Para 2018, cuando transcurre parte de lo graficado -el otro segmento sería 2019-, la escandinava solo tenía 15 años. Edad que, dada su complexión y rasgos, incluso parecía menor.
A través de la construcción de sentidos de la película indefectiblemente el espectador establecerá vínculos con esta chica dueña de una voluntad de hierro, quien se ha fijado propósito mayúsculo en su existencia y lo desarrolla a ultranza, sin valladar que la frene. Algo que le ha vuelto a corroborar Greta Thunberg, mediante tal posición, a nuestro mundo escéptico, descreído y pesimista es el poder sin parangón de la determinación para luchar por determinado objetivo; incluso si dicho objetivo figure en apariencia mucho más allá del poder real de acción del individuo.
El mérito base de este trabajo documental presentado en los festivales de Toronto y Venecia se conecta con un elemento que le sería más dable desarrollar a la ficción, pero que aquí no resulta contradictorio o forzado en tanto aparece como desprendimiento natural de lo abordado. Es la exposición del ecuador sentimental de una niña adolescente Síndrome de Asperger, triste, deprimida, solitaria, excluida por sus propios compañeros de clase, estigmatizada a escala mundial en virtud de sus tajantes pronunciamientos por especímenes al corte de Donald Trump y Jair Bolsonaro e impedida por su misma enfermedad de formar parte de continuadas interacciones sociales a las cuales, por la paradoja en que la envuelve su empeño, no puede renunciar. Una niña que solo disfruta, en realidad, de la compañía de sus progenitores, esencialmente el padre, y de su mascota. Alguien, cual lo visibiliza el filme, en ocasiones abrumado por la responsabilidad de haberse convertido en icono, símbolo mundial de la causa a favor del medio ambiente, quien solo quisiera quedarse en casa junto a su perro, pero se crece para proseguir su labor por la supervivencia de la especie, la que debería ser la labor principal de todos y a la cual ha sumado a centenares de miles de jóvenes a lo largo del planeta.
Yo soy Greta trasluce la fuerza, la resolución y el valor de ella para sobreponerse a sí misma, al convertirse en adalid mundial de una meta tan grande que tiene el peso del mundo y cuya solución media final solo pasaría por el convencimiento de las grandes potencias, a la cabeza Estados Unidos, de revertir sus posturas sobre el calentamiento global. Actitud que, visto cuanto vemos, parece poco menos que quimérica, incluso cuando el mundo vaya a despertar dentro de pocas semanas de la pesadilla Trump.
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