Trasunto fílmico de la novela homónima publicada por William Lindsay Gresham en 1946 y versionada un año después a la pantalla por el realizador Edmund Golding, al servicio de un Tyrone Power en sus días de gloria, El callejón de las almas perdidas (2021) constituye notable ejercicio de homenaje al cine, de complicidad con el cine, de un director tan conocedor y amante del séptimo arte como el mexicano Guillermo del Toro.
Preciosa en sus formas, cuidada hasta la perfección en el diseño de su puesta, con un fabuloso despliegue de producción y exquisita fotografía de Dan Lausten, en su última película el realizador de La forma del agua ha cincelado —por añadidura— una experiencia cinematográfica de las que ya no se conciben. Sin complejo alguno con aquellas voces que pudieran endilgarle los calificativos acostumbrados para este tipo de filmes: académico, reciclado, anquilosado, valoraciones de hecho esgrimidas por algunos, compone un largometraje que está muy por arriba de las visiones de ese vocerío y el cual no puede entenderse sin conocer la cinefilia voraz del creador o sin haberse saboreado antes la historia gloriosa del cine norteamericano, específicamente de su época dorada de los años 30, 40 y parte de los 50 del pasado siglo.
Construye el director de El laberinto del fauno una catedral donde se rinde loor al expresionismo alemán (en la ambientación escenográfica y las decisiones visuales del segundo acto transcurrido en la ciudad, lejos de la barraca ferial escenario del primero, de los tres en los cuales divide su película), pero —en lo fundamental— a una expresión cultural tan norteamericana como el cine negro, a las películas de fenómenos y monstruosidades de las llamadas “ferias de curiosidades” y circos ambulantes, al melodrama clásico y a esa figura dilecta de la literatura y el cinematógrafo estadounidenses a través de la historia: la del perdedor nato; en este caso el personaje central de Stanton Carlisle, defendido dignamente por Bradley Cooper.
En la urbe, Stanton conoce, estrecha contacto y a la larga colisiona con el personaje de Lilith Ritter (Cate Blanchett), la femme fatale del noir, la cual contribuye sobremanera, junto al Clem Hoatley de Willem Dafoe, a conformar este estudio de la vileza humana, las bajezas y las consecuencias de la ambición propuesto por Del Toro para El callejón de las almas perdidas, una de las más desesperanzadoras piezas fílmicas de un autor dado a lo lúgubre y no siempre proclive a explorar las posibles vetas esperanzadoras de nuestra condición. De hecho, aquí la mayoría de los personajes de peso ensilla la armadura del fracaso existencial, moral; y algunos también la de la anulación total, incluso física.
Stanton, a la postre, va por propia convicción al redil de los fenómenos del carnaval de variedades, porque está convencido que no hay otra solución para manejar la malevolencia y acritud que marca a todo y casi todos quienes circunvalan en su trayecto sin descanso hasta la más estrepitosa de las caídas.
El callejón de las almas perdidas es estrenada en Cuba.