Sin soslayar su moldura comercial, el estreno de la semana propone una metáfora sobre el fin inevitable del modelo de vida impuesto por el capitalismo salvaje
Desde que el neozelandés Andrew Niccol certificase en su libreto de El show de Truman (Peter Weir, 1998) el acta de defunción de la privacidad y confirmase, cinematográficamente, la era de la ultravisivilidad (más que premonición de reallity shows o Gran Hermanos, en ciertos sitios ya existentes a la fecha aunque no de la forma descarnada predicha por la película, se antecedía a la Web 2.0, Facebook, My Space, los escuchas de Murdoch, Google Earth, las cámaras vigilantes emplazadas en las urbes, Kim Kardashian subiéndose su tanga a vista pública tras hacer pis …) hubo de ponerse los ojos en las manos de este señor, guionista de dicho filme, pero director antes del también certero en sus inquietantes vaticinios sobre la genética Gattaca (1997) y ese par de “rarezas” del XXI que fueron Simone (2002) y El señor de la guerra (2005).