La más reciente película del realizador español Pedro Almodóvar es estrenada en las salas de la nación esta semana
No figura el decimoctavo opus almodovariano en el jardín edénico (Hable con ella y Todo sobre mi madre: sus dos únicas obras de excelsitud, a tasa del redactor) del tan a veces genial como en otras sumamente discutible realizador manchego; ni tampoco en su basural privado donde echaron raíces por ejemplo La mala educación u otros bien anteriores olvidables yerbajos de la era camp, muy encumbrados en su tiempo pero hoy día rumiadas del ayer sin plantón en el bosque sagrado de la Historia del Cine. Su en Cuba estrenada La piel que habito (2011) entra, mejor, en ese vergel intermedio donde retoñaron laudables aunque no redondas películas suyas a la manera de Tacones lejanos y Carne trémula, en última instancia, y luego las menores Volver o Los abrazos rotos.
Pedro Almodóvar lleva ahora a sus predios escriturales la novela de Thyerri Jonquet, Tarántula, apartándose un tanto de sus terrenos genérico-narrativos dilectos, si bien más autorreferencial que nunca y retornando siempre a sus obsesiones autorales relacionadas con la ambigüedad/dualidad sexual, volitiva, psicológica de algunos seres humanos; la venganza, el encierro, la perversión moral, la pasión, las máscaras…, bien marcadas dentro de un relato cuya argamasa dramática pende a grado total de dichas ambivalencias o sujetos temáticos. Se extraña, en cambio, su sentido del humor, e incluso dicha ausencia llega a marcarle un punto sobre la í de algidez a la trama, lo cual aleja a ráfagas la aquiescencia del receptor.
Quizá acaso Almodóvar, menos dado a la coña a los 61, pensara que como su filme es a larga lo que es, una pura tragedia de rostro contemporáneo -bioética, transgénesis- y sangre inmemorial, lo lúdrico no le vaya. Y hasta puede tenga razón, pues la obra, sin anagnórosis pero con mucho pathos, fatum, Eros, Tanato, ecos helénicos y también redobles shakesperianos de tantísimos fantasmas de la vindicación, va a la zona más oscura de “la condición humana”, shockea e impacta contra la falsa certeza de que ya no hay margen en la pantalla contemporánea para una buena tragedia, como las de antes.
Solo que el cineasta, además, le injerta del Ahora, expresado sobre todo en la estructura dramática escogida y la ordalía de cruces genéricos experimentada aquí. Hace rato ya no resulta posible entender el séptimo arte sin tal sentido de la mixturación -nunca posible, de hecho, en Pedro-, sin parar mientes en la necesidad dialogística del audiovisual con su pasado (Lang, Whale, la Hammer, Russell, Hitchcock, Franju) y su presente (De Palma, Cronenberg, Argento, Kauffman, Fringe, Nip/Tuck). Lo dejó caer -lo recordó más bien- casi a la chita callando, Martin Scorsese en La isla siniestra, sin comprendérsele, al menos por todos. Algo parecido que al autor de Hugo le sucedió a Almodóvar con La piel que habito, igualmente lastimada en España o los Estados Unidos. A su estreno allí nadie, salvo una crítica extraordinaria nombrada Manohla Dargiss, de The New York Times, la justipreció. Sin embargo, en el Reino Unido acaban de concederle el BAFTA a la mejor cinta de habla no inglesa. Algunos, de forma temprana, acceden a relecturas de la obra.
Veinte años después de Átame (con cuyo argumento el filme comparte vasos comunicantes) el director español vuelve a darle la oportunidad de actuar a Antonio Banderas -perdido entre tics, zorros, gatos con botas hollywoodinos y el sayo de Melanie Griffith-, otorgándole el personaje de Robert Ledgard, el cirujano plástico personaje central de este thriller donde él comparte reparto con la ascendente Elena Anaya (Habitación en Roma) y la ultraalmodovariana Marisa Paredes. Son los centros humanos donde focalizan sus miradas, fotográfica o musical, los maestros José Luis Alcaine y Alberto Iglesias, quienes constituyen resortes fundamentales para imprimirle al filme la majestuosidad formal, no exenta de un harto bien amalgamado clasicismo, que posee una película de exquisito sentido de planimetría técnica, montaje, diseño de producción y puesta en escena en general.
No obstante, menos al personaje de Banderas, a los otros dos le falta carnadura dramática. Es uno de los lunares del largometraje. Lo demás son detalles que, pese a serlo, molestan: la semiviolación de la hija del cirujano -la lindita mas aquí anodina Blanca Suárez, de las teleseries El Internado y El Barco- no justifica del todo la precipitación de acciones subsecuentes, primero que nada porque tal como se filma ni siquiera lo parece. Lo segundo ya son almodovaradas de pura cepa como el loco brasilero salaz quien, enfundado en piel de tigre, viola, muy a lo Kika (esta forzadura carnal sí con todas las de la ley, sin nada de las ternezas del enfermero de Hable con ella), al bellísimo engendro transgénico cultivado en laboratorio por Ledgard. “Raptus” tales, antes que notas de color, son, no ha de olvidarse, rasgos identificadores del mundo de Pedro desde los tiempos de Matador. Y quizá sea esta una de sus películas más contenidas en dicho sentido, por lo cual, a la larga, al menos quien escribe se lo perdona y hasta le agradece no se sobrepasara en marcar su orín territorial por una vez.
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