miércoles, 21 de marzo de 2012

El precio del mañana


Sin soslayar su moldura comercial, el estreno de la semana propone una metáfora sobre el fin inevitable del modelo de vida impuesto por el capitalismo salvaje

Desde que el neozelandés Andrew Niccol certificase en su libreto de El show de Truman (Peter Weir, 1998) el acta de defunción de la privacidad y confirmase, cinematográficamente, la era de la ultravisivilidad (más que premonición de reallity shows o Gran Hermanos, en ciertos sitios ya existentes a la fecha aunque no de la forma descarnada predicha por la película, se antecedía a la Web 2.0, Facebook, My Space, los escuchas de Murdoch, Google Earth, las cámaras vigilantes emplazadas en las urbes, Kim Kardashian subiéndose su tanga a vista pública tras hacer pis …) hubo de ponerse los ojos en las manos de este señor, guionista de dicho filme, pero director antes del también certero en sus inquietantes vaticinios sobre la genética Gattaca (1997) y ese par de “rarezas” del XXI que fueron Simone (2002) y El señor de la guerra (2005).
Niccol rueda con El precio del mañana (In Time, 2011) la pieza más comercial de su filmografía, si nos olvidamos de la escritura, para Steven Spielberg, de La terminal (2004). Incorporado al molino del mainstream, puntea aquí un trabajo situado en las fronteras de la ciencia-ficción y la acción pura. Pero, ojo, esto no es un largo corte Van Danme, Vin Diesel o Dwayne Johnson. Va más allá.
En épocas del 99 por ciento rebelado contra el 1 por ciento de la población rica controladora de todo aquello cuanto le falta o no le basta al resto, el señor elabora sugerente metáfora sobre el inevitable fin del capitalismo salvaje (“capitalismo darwiniano”, escúchase en cierto diálogo), situando las coordenadas del relato en el futuro y cambiando el dinero por tiempo. Como parte de la mejor ciencia-ficción, va al mañana para pensar nuestro presente. Su examen escudriña el orden social caótico del planeta, solo factible a la supervivencia a partir de una reconcepción total del modelo de vida occidental.
En In Time la humanidad está modificada genéticamente (anulado el gen de la senilidad) para culminar su proceso de envejecimiento a los 25 años; mas, de ahí en adelante las personas deben emprender desenfrenada carrera por conseguir segundos, minutos, horas a convertirse en vida. A costa de comprarlos, ganarlos, robarlos, sobornarlos o matar para conseguirlos. De no obtenerlos, caen muertos en las calles, como los infectados de Contagio (Steven Soderbergh, 2011).
Sin embargo, existen magnates quienes viven en lejanos sitios amurallados -los cuales harían morir de envidia, por su inexpugnabilidad, a los ricos encerrados del filme mexicano La zona-, poseedores de miles, millones de años. Dirigen todas las marionetas del retablo social y expolian a los humildes, del gueto. Su Wall Street particular establece la especulación con el tiempo ajeno como baza del juego financiero.
De la clase baja, los sin castas o intocables, emergerá una suerte de Robin Hood del minutero (representación en singular -estamos en el mundo del cine y en Hollywood- de la progresiva toma de conciencia colectiva acaecida hoy en EUA y el resto del planeta), capaz de atizar la tea de pelear por la subsistencia a un ejército de menesterosos del reloj. El oro-tiempo del uno por ciento patricio será distribuido en la ciudad plebeya. Ojalá muchos portásemos tal optimismo.
Niccol busca para el estelar, estocada comercial pura, al cantante devenido actor Justin Timberlake -quien en realidad no la tiene tan difícil pese a sus limitaciones, porque mucho más que una película de personajes o composiciones esto va de subtextos: sí, puede suceder hasta en el action movie- y Amanda Seyfried, el magnético rostro de Chloe y Caperucita Roja, una historia de horror. Quizá al director le sobren varios planos al perfil apolíneo de su joven pareja protagónica y definitivamente su película se vuelve más de lo mismo- mismísimo en partes del metraje definidas por el corre-corre, donde bien puedes cambiar la vista, extraerte un callo o ir a buscar un café a la cocina con estancia en el baño sin perderte nada ya visto mil veces.
El único error de Niccol, pues, barruntarán, anda por cargar las tintas demasiado en lo anterior, cuando era cuanto menos debía interesarle, al tener entre manos una poderosa fábula distópica interpretativa del presente sobre el supuesto del mañana-espejo. Sí y no; a medias. Los productores mandan en el mainstream. In time tampoco es Solaris ni Blade Runner, tocante a cargas reflexivas. Así y todo, formula enunciados tan explícitamente anticapitalistas que ni un largometraje soviético de los estudios Mosfilm hubiese planteado. Por eso hay que ver y leer a los grandes cineastas. Niccol sigue estimulando el pensamiento, incluso hasta con Justin Timberlake en el paquete.

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