La paradoja frontal de contar con la infancia más bella, sana y educada del planeta (sí, clávenme puñal por absoluto; mas por ese frente soy chovinista a rajatabla, pues así lo creo) y desposeer un cine de ficción dotado de siquiera mínimos niveles de atención al género infantil se ha ido diluyendo, poco a poquín, al paso de los años, mediante la irrupción de tres películas -a diferencia de otros colegas, no me parece pertenezca a tal franja José Martí, el ojo del canario- como Viva Cuba, Habanastation y la estrenada a nivel nacional Y, sin embargo… (Rudy Mora, 2011).
Las tres obras mencionadas, sea justo reconocerlo al mismo inicio de la reseña, con el espaldarazo en su realización de la compañía infantil La Colmenita: colectivo escénico sin parangón en su tipo a escala local o regional.
Niños-intérpretes los suyos indudablemente fabulosos, irrigan de energía pura el filme en cartel; no obstante el realizador debió haber sofrenado en varias escenas proclividades teatrales de los pequeños (no me refiero a las gestionadas ex profeso acorde con gradalidades del relato), lo cual sin embargo no empalidece en absoluto su magnífica actuación colectiva.
Filme sin antecedentes aquí, remite en algunos flashazos nostálgicos y trazos de concepción argumental muchísimo menos al Hollywood disneyano que a piezas de la hoy olvidada pero fértil industria fílmica infantil de la Europa del Este socialista, a la inocencia de la rumana Elizabeta Bostan, a los búlgaros chiquillos vivararachos de Los erizos nacen sin espinas… Es que si una cosa sabe hacer muy bien Y, sin embargo… es aflorar el sentimiento vivo, bendecir la niñez, su ingenuidad, creer en el mañana de ellos. Vale mucho esto.
Se aparta completamente la apuesta de Mora del realismo de Viva Cuba y Habanastation. Su filme (como se sabe, inspirado en un texto del dramaturgo ruso Alexander Jmélik adaptado por La Colmenita cuya traslación fílmica le solicitaran Abel Prieto y Silvio Rodríguez al director) no puede interpretarse desde código de expresión tal, porque se perderían los pilares del puente exegético. Resultaría más confiable aproximársele desde la complicidad de la magia, el asentimiento a lo fabular o lo fantástico y el desprejuicio hacia la consumación de un fruicioso cruce de géneros, fílmicos o no, donde confluyen -no sin ocasionales disrupciones tonales, pero a rango menor-, ciencia-ficción, comedia, musical, farsa, absurdo, cómic, caricatura…
No desentonan en todos los casos las intervenciones musicales en el cauce del relato -como sí lo hacían las constantes remisiones pictóricas de Verde, verde; o la súbita modulación dramatúrgica postrera de Fábula-, porque en sentido general el guión es capaz de garantizar el empalme orgánico que no las haga parecer como un florero sin destino colocado sobre la escena. Sin soslayar el elemento, tan elemental aunque justificador, de que la acción transcurre en una escuela de música, donde tienen el buen gusto de preferir a Silvio. Su aparición especial, a propósito, ayuda al toque “misterioso/mágico” que por segmentos la película persigue y captura.
Luego de descender a obscuridades abisales en el celuloide casero reciente (válidas, necesarias también; no malinterpretar) nos reencontramos con oxígeno de superficie y luz del sol en estos 86 minutos. En tanto espectador reconforta toparte en pantalla con una película de la guisa de Y, sin embargo…, la cual al margen de su optimismo o esa bondad natural anidada entre sus rollos no se anda con chiquitas a la hora de sustentar criterios. Y ello, pese a ir “de chiquitos” el argumento. Si bien sea solo en apariencias lo último, puesto que el filme está poblado de disímiles señales mejor audibles por un receptor cuya edad supere la infancia o adolescencia. Verbigracia, la retractación de Lapatún; seguro hará surgir recuerdos duros a más de dos.
El creador de las teleseries Doble juego y Diana entrega con su opera prima cinematográfica tributo a la fe. Al hecho de confiar, a la instancia salvadora de soñar (no sé si fue coincidencia o decisión procurada del ICAIC estrenarla una semana después de La invención de Hugo, pero verlas en tanda doble representaría bálsamo sanatorio para cualquier cuita o desánimo).
El platillo volador del niño Lapatún, cuya “aparición” refrendan la “comisión” colegial y esos “locos benditos” de la comunidad con tantísimos ecos a sus espaldas, opera como el vector encendedor de los conceptos ideicos desparramados sobre los fotogramas de la cinta. Hay aquí un discurso sólido -desprovisto de demagogia o sermoneos pedagógicos-, en torno no solo a creer en tu universo moral o tu verdad, sino en defenderlos, aun cuando de esta última cuelguen hilajos de mentirijillas blancas sujetos a loable fin. A la postre, “la verdad de la verdad es que no es de nadie”, Carlos Varela dixit. Ni pétrea e inmutable. Duélale bien a la intransigencia de esmoquin, pez pega del sofisma.
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