Resulta Steven Soderbergh
uno de los dos o tres realizadores estadounidenses de mediana edad ante los
cuales uno se quita automáticamente el sombrero. Este hombre posee la
elasticidad del Hombre Araña para saltar de un género/soporte/formato/objetivo
temático a otro, para brincar del mainstream al cine independiente con la mayor
tranquilidad del mundo. Casi tan prolífico como Allen (23 películas en 24 años
activo) y más impredecible que Kubrick, Winterbottom u OzoN, nunca sabes con lo
que se va a descolgar. Eso, al menos a cierto tipo de espectador, siempre
subyuga.
Hábil narrador, es -a lo
Chaplin o a lo Robert Rodríguez- lo conocido como un verdadero Hombre Orquesta
(le hubiera dado envidia a Louis de Funes de haberlo conocido el galo antes de su comedia homónima), al
sumar a sus diversas virtudes el urdir relatos donde su incidencia en el
concepto visual, musical y de montaje (es su propio fotógrafo y editor, bajo
seudónimo) devienen tan determinantes como su labor de dirección misma. Querido
por los actores, los deja hacer para, una vez acomodados en su rol, labrar con
ellos la criatura (el personaje con sus rasgos axiológicos) propuesta.
Desde que en 1989 el
entonces jovencísimo Soderbergh (Atlanta, 1963) se lanzara en paracaídas sobre
la alfombra roja de Cannes con la, vista a aquella distancia, inquietante
producción independiente Sexo, mentiras y cintas de video, su filmografía ha
estado marcada por la alternancia de obras personales, de sesgo autoral
facturadas dentro de la industria ( con un cine variopinto, velada o abiertamente comercial, de
correcta o peor factura (la saga Ocean´s y Erin Brockovich/El informante/Contagio/Kafka/ ilustra cada caso), de forma conjunta con proyectos
semiexperimentales al corte de Bubble, Full Frontal, Solaris, la inmasticable A
Girlfriend Experience u otras similares. Como otros pocos directores de peso
dentro de la industria, con las primeras satisface su conciencia; con las
segundas asegura el bolsillo. Con las terceras, eso: experimenta. En el mundo
fílmico actual es algo casi quimérico.
Haywire, 2011, exhibida esta
semana en la televisión cubana, integra la cofradía de las segundas. Mediante
el ingreso taquillero de películas de acción similares Soderbergh puede hablar
con voz gorda en Hollywood, donde casi todo suele depender del resultado en el
box office, y hacer cuanto quiere con su otro tipo de cine. No le ha ido mal
hasta hoy, pese a que tengamos que sufrir su cuota alimenticia. Lem Dobbs,
viejo conocido desde los tiempos de El halcón inglés, le firma el guion de su
nuevo thriller global post 11 de Septiembre, post-24, de agentes en plan de
corre-corre permanente, desprovisto de personalidad alguna en casi ninguno de
sus rubros, el cual pudo haber filmado cualquier artificiero sin nombre de la Meca. Incluso Salt, aquella muy
parecida del australiano Philip Noyce al servicio de una Angelina Jolie
repartiendo golpes a diestra y siniestra a la manera ahora de la practicante de
artes marciales Gina Carano, era una obra de arte comparada con Indomable: film
mecánico, vacío, lóbrego en tanto cine de género. La saga Bourne no quisiera
tenerla de compañera de filas.
De un modo que mi humilde
capacidad exegética no es capaz de decodificar, numerosos críticos del planeta,
tanto en Estados Unidos como en España y Latinoamérica, le han aplaudido esta
memez al viejo Steven. Mi devoción por él no llega a tanto, porque la película
no tiene por donde pasarle la mano, más allá de la diferencia que el realizador
marca en la filmación de las escenas de combate, donde rechaza el usual
picotillo de planos cortos a favor de una secuencia que permite al espectador
repasar la coreografía desde la parsimonia del plano largo.
Debido a la total
confluencia de pareceres, hubiera querido hacer mías estas palabras de Jordi
Costa, uno de los colegas españoles más lúcidos de la actualidad -de los
escasos en impugnarla-, cuya valoración apreció en Haywire solamente un “thriller de acción de bolsillo que revisita una
situación cliché -la de la súper-agente enviada a una misión trampa por sus
propios jefes: un tema explotado hasta la extenuación en la serie Alias,
por ejemplo- con una palpable ligereza de medios y un reparto tan poblado de
estrellas como vaciado de papeles interesantes. Cuesta entender los motivos de
Soderbergh para afrontar un proyecto como este: ¿demostrar que se puede
liquidar un thriller de
espionaje en dos patadas y con un presupuesto visiblemente más modesto -aunque,
al parecer de este crítico, escandaloso en relación a la pobreza expresiva de
lo que aparece en pantalla: 23 millones de dólares- que el de un mega-blockbuster?,
¿reivindicar el potencial para el estrellato de la luchadora Gina Carano?,
¿extirparle todo sentido lúdico y toda fuerza dionisiaca a un subgénero para
reducirlo a cáscara cool?, ¿demostrar que puede retratar
Barcelona con la apatía de un Francesc Bellmunt o un Santiago Lapeira?
Probablemente, no tiene demasiado sentido buscar respuesta a ninguna de estas
preguntas: quien no necesite de la coartada Soderbergh para disfrutar de lo que
está película sirve (mal), puede recurrir al legítimo cine de subgéneros, ya
sea de la mano de Jesús Franco o, si me apuran, Luc Besson”
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