jueves, 20 de junio de 2013

Haywire, el Soderbergh imperdurable


Resulta Steven Soderbergh uno de los dos o tres realizadores estadounidenses de mediana edad ante los cuales uno se quita automáticamente el sombrero. Este hombre posee la elasticidad del Hombre Araña para saltar de un género/soporte/formato/objetivo temático a otro, para brincar del mainstream al cine independiente con la mayor tranquilidad del mundo. Casi tan prolífico como Allen (23 películas en 24 años activo) y más impredecible que Kubrick, Winterbottom u OzoN, nunca sabes con lo que se va a descolgar. Eso, al menos a cierto tipo de espectador, siempre subyuga.

Hábil narrador, es -a lo Chaplin o a lo Robert Rodríguez- lo conocido como un verdadero Hombre Orquesta (le hubiera dado envidia a Louis de Funes de haberlo conocido  el galo antes de su comedia homónima), al sumar a sus diversas virtudes el urdir relatos donde su incidencia en el concepto visual, musical y de montaje (es su propio fotógrafo y editor, bajo seudónimo) devienen tan determinantes como su labor de dirección misma. Querido por los actores, los deja hacer para, una vez acomodados en su rol, labrar con ellos la criatura (el personaje con sus rasgos axiológicos) propuesta.
Desde que en 1989 el entonces jovencísimo Soderbergh (Atlanta, 1963) se lanzara en paracaídas sobre la alfombra roja de Cannes con la, vista a aquella distancia, inquietante producción independiente Sexo, mentiras y cintas de video, su filmografía ha estado marcada por la alternancia de obras personales, de sesgo autoral facturadas dentro de la industria ( con un cine variopinto, velada o abiertamente comercial, de correcta o peor factura (la saga Ocean´s y Erin Brockovich/El informante/Contagio/Kafka/ ilustra cada caso), de forma conjunta con proyectos semiexperimentales al corte de Bubble, Full Frontal, Solaris, la inmasticable A Girlfriend Experience u otras similares. Como otros pocos directores de peso dentro de la industria, con las primeras satisface su conciencia; con las segundas asegura el bolsillo. Con las terceras, eso: experimenta. En el mundo fílmico actual es algo casi quimérico.
Haywire, 2011, exhibida esta semana en la televisión cubana, integra la cofradía de las segundas. Mediante el ingreso taquillero de películas de acción similares Soderbergh puede hablar con voz gorda en Hollywood, donde casi todo suele depender del resultado en el box office, y hacer cuanto quiere con su otro tipo de cine. No le ha ido mal hasta hoy, pese a que tengamos que sufrir su cuota alimenticia. Lem Dobbs, viejo conocido desde los tiempos de El halcón inglés, le firma el guion de su nuevo thriller global post 11 de Septiembre, post-24, de agentes en plan de corre-corre permanente, desprovisto de personalidad alguna en casi ninguno de sus rubros, el cual pudo haber filmado cualquier artificiero sin nombre de la Meca. Incluso Salt, aquella muy parecida del australiano Philip Noyce al servicio de una Angelina Jolie repartiendo golpes a diestra y siniestra a la manera ahora de la practicante de artes marciales Gina Carano, era una obra de arte comparada con Indomable: film mecánico, vacío, lóbrego en tanto cine de género. La saga Bourne no quisiera tenerla de compañera de filas.
De un modo que mi humilde capacidad exegética no es capaz de decodificar, numerosos críticos del planeta, tanto en Estados Unidos como en España y Latinoamérica, le han aplaudido esta memez al viejo Steven. Mi devoción por él no llega a tanto, porque la película no tiene por donde pasarle la mano, más allá de la diferencia que el realizador marca en la filmación de las escenas de combate, donde rechaza el usual picotillo de planos cortos a favor de una secuencia que permite al espectador repasar la coreografía desde la parsimonia del plano largo.
Debido a la total confluencia de pareceres, hubiera querido hacer mías estas palabras de Jordi Costa, uno de los colegas españoles más lúcidos de la actualidad -de los escasos en impugnarla-, cuya valoración apreció en Haywire solamente un “thriller de acción de bolsillo que revisita una situación cliché -la de la súper-agente enviada a una misión trampa por sus propios jefes: un tema explotado hasta la extenuación en la serie Alias, por ejemplo- con una palpable ligereza de medios y un reparto tan poblado de estrellas como vaciado de papeles interesantes. Cuesta entender los motivos de Soderbergh para afrontar un proyecto como este: ¿demostrar que se puede liquidar un thriller de espionaje en dos patadas y con un presupuesto visiblemente más modesto -aunque, al parecer de este crítico, escandaloso en relación a la pobreza expresiva de lo que aparece en pantalla: 23 millones de dólares- que el de un mega-blockbuster?, ¿reivindicar el potencial para el estrellato de la luchadora Gina Carano?, ¿extirparle todo sentido lúdico y toda fuerza dionisiaca a un subgénero para reducirlo a cáscara cool?, ¿demostrar que puede retratar Barcelona con la apatía de un Francesc Bellmunt o un Santiago Lapeira? Probablemente, no tiene demasiado sentido buscar respuesta a ninguna de estas preguntas: quien no necesite de la coartada Soderbergh para disfrutar de lo que está película sirve (mal), puede recurrir al legítimo cine de subgéneros, ya sea de la mano de Jesús Franco o, si me apuran, Luc Besson”

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