viernes, 21 de junio de 2013

Veinte años, excepcional película cubana de animación


El joven cineasta cubano Bárbaro Joel Ortiz es un todoterreno sobre el set de filmación, quien prácticamente interviene en cada uno de los procesos (dirección, animación, iluminación, fotografía…) de su película Veinte años, corto de los Estudios de Animación del ICAIC, a reponerse en el verano, rodado mediante la -tan veteranísima como intermitentemente usada en el planeta- técnica de stop motion. Tan añeja que ya hace un siglo los rusos la usaban, y luego fueron centenares los exponentes, de notar o no, fraguados a lo largo de la historia del séptimo arte (y la televisión) con el empleo de dicha vía, en cuya etapa más cercana merecen citarse algunos trabajos del director norteamericano Tim Burton (La novia cadáver, verbigracia) y, fundamentalmente, la labor promovida por el sello británico Aardman e interesantes proposiciones contemporáneas de la animación a la manera de Pollitos a la fuga o Wallace y Gromit emergidas de dicha escuela inglesa.

Aunque dentro de la stop motion existen diversas variantes, expliquemos con las propias palabras de Paul Chaviano, maquetista y responsable de atrezzo de Veinte años, sus características generales: se trata, dijo a La Jiribilla, de “una técnica de animación básicamente corpórea o volumétrica, que utiliza la parada de cuadro para ejecutar un cambio en la escena. Casi lo opuesto a la filmación común donde se actúa frente a cámara corrida. Esta técnica copia solo el resultado de la actuación hecha entre cuadros dando la impresión que los objetos se mueven solos. Es compleja porque requiere de elaboración manual de escenografías, utilería, vestuarios, esqueletos mecánicos, efectos especiales, etc., que un dibujante animador resolvería más rápido con papel, lápiz y goma de borrar (…)”.
Hecha dentro del más común estilo de la animación en plastilina, la cinta cubana producida por Álex Cabañas (Quietud interrumpida lustra su trayectoria en tal rubro) reabre un capítulo semiclausurado en la nación luego de la llegada del período especial y el cierre de proyectos de este y otros géneros, sobre todo cuando conllevaban echar manos a niveles de recursos por arriba de la media, cual es el caso. Más allá de la exquisitez técnica en la asunción de la técnica de marras por el equipo de realización, no es cuanto más le interesa a este comentarista. Siento que esta pequeña gran película, leve, escrita en minúscula, la cual hace de lo mínimo arte mayor, pudiera estar filmada incluso en una metodología creativa desconocida o de otra galaxia; lo que a mí me estremece como espectador va por otro lado y consiste en el desgarrador poder dialógico de sus fotogramas para capturar, con el descarnado prisma de un Solondz, un Haynes o un Baumbach, los procesos de decadencia espiritual, desintereses vitales, desmotivaciones sentimentales de determinados seres humanos. No hablemos ya únicamente del universo animado, en todo el cine de ficción cubano pocas veces se había tratado el tema del desamor con tanta precisión, en tan poco tiempo en pantalla (doce minutos) y sin ninguna palabra, a pura imagen.
Veinte años supone una inmersión sin escafandra a vacíos de emociones yertas, exploración a esa angustia prolongada revestida de resignación que abre un bache de penas sin curas en medio del pecho. Crónica del olvido, del abatimiento sentimental surgido tras la brecha insalvable del alejamiento sistemático de dos personas casadas por el papel y separadas por el desdén, es documento locuaz de la atomización de una pareja, que a más de uno dejará de patas arriba el ánimo. Hay sagacidad, mucha intuición y perspicacia para ilustrar a través de sugerentes ademanes semejante proceso de autodestrucción (este pobre hombre, hastiado, de escasos recursos de todo género y consumido entre la vejez y la rutina del alcohol y el béisbol, tiene en un peldaño afectivo tan preterido a su esposa, que ni siquiera procura un cruce de miradas: es impagable la escena cuando se tira arriba de ella en el sillón, sin verla; como igual los fotogramas del plato de comida en el piso, la botella a mano alzada, el interés pendiente -solo y nada más- de cuanto pasa en el terreno de pelota…)
El cortometraje de Bárbaro Joel (artista plástico de formación y curtido en la escuela del títere en Teatro de las Estaciones) constituye una gema de la caligrafía cinemática, cuya trama muestra preocupación por los mínimos detalles escenográficos que complementan, de forma visofactual, la indigencia vital de estos seres carcomidos en la insignificancia de una rutina mortal que los engulló en vida antes de abandonar este mundo.  El viejo ventilador, roto y descompuesto como el aire que no airea, opera como sinécdoque de un universo en desintegración, cuya única posible abertura escapatoria es la inevitable disolución conyugal. El consorcio entre la trama y la apoyatura musical del tema homónimo de María Teresa Vera identificador del título del filme (priorizado por el soundtrack de Harold López-Nussa) representa otra de las bazas de un proyecto sin desperdicio en sus mecanismos expresivos. Tan directo, pletórico de significantes y lancinante como esa naturaleza muerta que se deja ver en un cuadro de apertura, el relato de Bárbaro Joel refrenda, una vez más (hace pocos vimos en nuestras pantallas la también plurietárea Cuentos de Terramar, hecha por Goro Miyazaki en los estudios japoneses Ghibli), la certeza de que es reduccionismo mayor asociar el arte de la animación solamente con un narratario infantil. Obra adulta dirigida a públicos adultos, el nuevo exponente del género en Cuba, por arriba de todo, explicita, nuevamente, cuanto talento por descubrir o explotar existe entre las nuevas hornadas de creadores nacionales.

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