El joven cineasta cubano
Bárbaro Joel Ortiz es un todoterreno sobre el set de filmación, quien
prácticamente interviene en cada uno de los procesos (dirección, animación,
iluminación, fotografía…) de su película Veinte años, corto de los Estudios de
Animación del ICAIC, a reponerse en el verano, rodado mediante la -tan
veteranísima como intermitentemente usada en el planeta- técnica de stop
motion. Tan añeja que ya hace un siglo los rusos la usaban, y luego fueron
centenares los exponentes, de notar o no, fraguados a lo largo de la historia
del séptimo arte (y la televisión) con el empleo de dicha vía, en cuya etapa
más cercana merecen citarse algunos trabajos del director norteamericano Tim
Burton (La novia cadáver, verbigracia) y, fundamentalmente, la labor promovida
por el sello británico Aardman e interesantes proposiciones contemporáneas de
la animación a la manera de Pollitos a la fuga o Wallace y Gromit emergidas de
dicha escuela inglesa.
Aunque dentro de la stop
motion existen diversas variantes, expliquemos con las propias palabras de Paul
Chaviano, maquetista y responsable de atrezzo de Veinte años, sus
características generales: se trata, dijo a La Jiribilla, de “una
técnica de animación básicamente corpórea o volumétrica, que utiliza la
parada de cuadro para ejecutar un cambio en la escena. Casi lo opuesto a la
filmación común donde se actúa frente a cámara corrida. Esta técnica copia solo
el resultado de la actuación hecha entre cuadros dando la impresión que
los objetos se mueven solos. Es compleja porque requiere de elaboración manual
de escenografías, utilería, vestuarios, esqueletos mecánicos, efectos
especiales, etc., que un dibujante animador resolvería más rápido con papel,
lápiz y goma de borrar (…)”.
Hecha dentro del más común
estilo de la animación en plastilina, la cinta cubana producida por Álex
Cabañas (Quietud interrumpida lustra su trayectoria en tal rubro) reabre un
capítulo semiclausurado en la nación luego de la llegada del período especial y
el cierre de proyectos de este y otros géneros, sobre todo cuando conllevaban
echar manos a niveles de recursos por arriba de la media, cual es el caso. Más
allá de la exquisitez técnica en la asunción de la técnica de marras por el
equipo de realización, no es cuanto más le interesa a este comentarista. Siento
que esta pequeña gran película, leve, escrita en minúscula, la cual hace de lo
mínimo arte mayor, pudiera estar filmada incluso en una metodología creativa
desconocida o de otra galaxia; lo que a mí me estremece como espectador va por
otro lado y consiste en el desgarrador poder dialógico de sus fotogramas para
capturar, con el descarnado prisma de un Solondz, un Haynes o un Baumbach, los
procesos de decadencia espiritual, desintereses vitales, desmotivaciones
sentimentales de determinados seres humanos. No hablemos ya únicamente del
universo animado, en todo el cine de ficción cubano pocas veces se había
tratado el tema del desamor con tanta precisión, en tan poco tiempo en pantalla
(doce minutos) y sin ninguna palabra, a pura imagen.
Veinte años supone una
inmersión sin escafandra a vacíos de emociones yertas, exploración a esa
angustia prolongada revestida de resignación que abre un bache de penas sin
curas en medio del pecho. Crónica del olvido, del abatimiento sentimental
surgido tras la brecha insalvable del alejamiento sistemático de dos personas
casadas por el papel y separadas por el desdén, es documento locuaz de la
atomización de una pareja, que a más de uno dejará de patas arriba el ánimo.
Hay sagacidad, mucha intuición y perspicacia para ilustrar a través de
sugerentes ademanes semejante proceso de autodestrucción (este pobre hombre,
hastiado, de escasos recursos de todo género y consumido entre la vejez y la
rutina del alcohol y el béisbol, tiene en un peldaño afectivo tan preterido a
su esposa, que ni siquiera procura un cruce de miradas: es impagable la escena
cuando se tira arriba de ella en el sillón, sin verla; como igual los
fotogramas del plato de comida en el piso, la botella a mano alzada, el interés
pendiente -solo y nada más- de cuanto pasa en el terreno de pelota…)
El cortometraje de Bárbaro
Joel (artista plástico de formación y curtido en la escuela del títere en
Teatro de las Estaciones) constituye una gema de la caligrafía cinemática, cuya
trama muestra preocupación por los mínimos detalles escenográficos que
complementan, de forma visofactual, la indigencia vital de estos seres
carcomidos en la insignificancia de una rutina mortal que los engulló en vida
antes de abandonar este mundo. El viejo
ventilador, roto y descompuesto como el aire que no airea, opera como
sinécdoque de un universo en desintegración, cuya única posible abertura
escapatoria es la inevitable disolución conyugal. El consorcio entre la trama y
la apoyatura musical del tema homónimo de María Teresa Vera identificador del
título del filme (priorizado por el soundtrack de Harold López-Nussa)
representa otra de las bazas de un proyecto sin desperdicio en sus mecanismos
expresivos. Tan directo, pletórico de significantes y lancinante como esa
naturaleza muerta que se deja ver en un cuadro de apertura, el relato de
Bárbaro Joel refrenda, una vez más (hace pocos vimos en nuestras pantallas la
también plurietárea Cuentos de Terramar, hecha por Goro Miyazaki en los
estudios japoneses Ghibli), la certeza de que es reduccionismo mayor asociar el
arte de la animación solamente con un narratario infantil. Obra adulta dirigida
a públicos adultos, el nuevo exponente del género en Cuba, por arriba de todo,
explicita, nuevamente, cuanto talento por descubrir o explotar existe entre las
nuevas hornadas de creadores nacionales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario