El advenimiento del período especial conllevó a la baja del 700 por
ciento en la producción de azúcar del país, aparejada la ostensible restricción
al doble mal de una caída de los precios del dulce en el mercado mundial. Era
imposible mantener, al menos con el mismo patrón imperante por décadas, a dicha
industria, considerada uno de los pilares económicos del modelo cubano; además
de representar elemento cultural y cosmosivo de ineluctable vínculo con el ser
nacional o la cubanidad.
La reconversión del aparato azucarero, la clausura de buen número de los
ingenios (muchos de los cuales no fueron preservados como patrimonio tangible,
fuente de historia viva, para sucumbir presa del canibalismo materiaprimista,
cual bien se encarga de graficar el documental De-moler, Alejandro Ramírez,
2004) y el redestino laboral de parte de un capital humano entrenado,
constituyó otro de los saldos dolorosos, de repercusiones sociales explícitas,
dejados sobre el cuerpo socio-económico de la nación por la onerosa fractura del
orden de cosas acaecida durante los `90.
Tal cierre de centrales -conllevó a la reorganización total de la base
productiva-, no fue una decisión festinada, sino difícil de tomar; pero en
realidad no quedaba otra opción, habida cuenta de que no había ni caña ni
condiciones (energía, transporte, combustible, insumos…) para llenar la barriga
de los trapiches. Incluso, aun hoy día, en ocasiones la reactivación de alguna
de estas fábricas debe posponerse dos o tres zafras, ante la ausencia virtual
de materia prima justificadora de su arrancada. Las campañas azucareras, pese a
la disminución de las unidades en molienda, todavía no alcanzan los desempeños
previstos. Las dos últimas evidenciaron ineficacia, lo cual daña el objetivo
cimero de fortalecer una estructura capaz de generar a través de sus exportaciones moneda libremente convertible para
financiar los gastos propios.
Es un asunto bien complejo
del cual, por supuesto, no precisa encargarse una obra de ficción; sobre todo
si está más interesada como Melaza (opera prima en el largometraje de Carlos
Lechuga, 2012) en, fundamentalmente, justipreciar cuánto representó en el
ciudadano normal de los bateyes el final de un mundo perdido, del que se
sienten dinosaurios vivientes tras la caída del gran meteorito. Así se proyectan, así se perciben los personajes
centrales de Mónica (Yuliet Cruz) y Aldo (Arnaldo Miguel Gómez), jóvenes
supervivientes de la asfixia vital respirable en este microcosmos campesino
donde ya no significan nada, o bien poco a efectos de respirar en lo económico,
sus puestos respectivos en el central o la escuelita.
No es Melaza obra apuntada a
la batería inane del chistecito barato o el tiro la piedra y escondo la mano de
varias tonterías cubanas de reciente data. Aquí se discursa -desde la
contención dramática, el espesor del relato, una depurada ironía narrativa
nunca convertida en mofa, la sutileza visual, la premisa del respeto a los
seres enfocados y la renuncia al sobado miserabilismo de postalita-, no tanto
en torno al dolor de no poseer la holgura o la tranquilidad de antes como sobre
la metamorfosis de valores experimentada, a su pesar, por Mónica y Aldo en aras
de adaptarse a las nuevas condiciones del marco comunitario donde interactúan.
Puro Darwin en un central azucarero derruido.
La película toda, desde su
núcleo hasta su desenlace, trabaja con sígnica tendente a apuntalar la idea de
la mímesis, la autodevoración del ser anterior y el quiebre de la crisálida
hacia otro híbrido naciente. Esta nueva criatura en fase de brote no perderá
alma ni sentimientos, pero sí deberá renunciar a preceptos morales e integridad
humana, como consecuencia de la puesta en vigor del más feroz e inevitable
pragmatismo vital, en un caso; y en otro desarrollar mecanismos adaptativos, no
por ingeniosos menos post diluvianos. De algún modo la pieza del creador de Los
bañistas extravasa el radio contextual del ingenio desactivado para concentrar
en imágenes y colegibles tropos las fronteras traspasadas por diversos
coterráneos, viviesen en Mabay o en la Quinta Avenida desde donde
emergiera la producción del filme a través del ente homónimo.
Salvo contadas excepciones
(Barrio Cuba y Camionero, mis preferidas por larga distancia en el largo y el
corto) no ha sido afortunada la pantalla cubana en explicar nuestra historia
reciente; ni mucho menos el período especial o sus consecuencias. Se puede
discrepar del guionista Lechuga en su reiteración sarcástica de la cantinela
productiva-antimperialista del altoparlante que recorre el batey -cuidado con
jugar con lo segundo, porque el destino de mucho intelectual nihilista que
pensó que el diablo no existía fue ver cómo sus pueblos quedaron calcinados
entre esas bombas del imperio, las cuales nunca pensaron fueran para ellos-; o
disentir de alguna decisión desesperada de su personaje central femenino
(siempre hay otra vía antes de tarifar la entrepierna, por dura marche la
situación). Tampoco funcionan ciertas imágenes
portadoras de un derrotismo sin salida de ahórcate o púdrete; puede uno
incluso hasta objetar la decisión de casting con la avispada Cruz y el achicado
Gómez; una cernidura crítica con vocación de auditoría también detectará
altibajos en las distintas zonas de la escritura u otros defectos menores,
sí. Mas, echando a un lado todo lo
anterior, hay que reconocerle, ponderarle al joven director su quehacer fecundo
para evacuar una laguna interpretativa del proceso histórico nacional, con
oficio, solvencia, dignidad artística. A mil años luz de imbecilidades como Se
vende u otras del mismo chiquero, siendo sin embargo más acerba la propuesta,
crítica la mirada y casi igual de lóbrego el destino de sus seres protagónicos.
Premio Especial del Jurado
en la Muestra de Jóvenes Realizadores de 2013, laureada en la cita de Málaga,
exhibida en diversos festivales -desde Miami hasta Rótterdam-, apreciada en La
Habana el pasado diciembre y circulante entre memorias o discos hace largos
meses, es hora ya de que efectúen el estreno nacional oficial del filme. No
hacerlo sería reductivo, risible e ilógico.
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