El subgénero negro de niños raptados/investigación policial se da la
mano en el thriller Prisioneros (Prisoners, 2013), con un realizador quien, en
primer lugar, conoce el arte de la narración esculpido por los directores del
Hollywood dorado, los clímaxs, los tiempos, la construcción de personajes y
que, en segundo lugar, se ha favorecido tanto de un equipo técnico como de un
cuadro actoral cuyos integrantes bastante coadyuvaron a imprimirle a su relato
esa sensación de angustia, desasosiego, temor e incertidumbre precisa en trama
semejante.
Con cierta influencia en la manera de contar/planificar más del David
Fincher de Zodíaco que del de Siete, y resuellos caligráficos del Clint
Eastwood de Mystic River, pero con
personalidad propia, el realizador canadiense Denis Villeneuve (Politecnique,
Incendies, Enemy) urde una puesta en escena rigurosa, precisa, directa,
operativa, quirúrgica, libre de hojarascas. Y conseguir esto, sin malas yerbas
dramáticas ni tautologías, en un extensísimo metraje de de 153 minutos no es
cosa de brincar un charco.
Prisioneros, la historia del rapto de dos pequeñas de distintas familias
y la operación individual emprendida por Keller, el padre de una de ellas
(luego de Los miserables, Hugh Jackman re-confirma aquí su notable ductibilidad
histriónica, así que puede hacer millones sin complejos con Wolverine), le da
trigo maduro a Villeneuve para configurar el daguerrotipo moral de un ser
humano surfeando en la tabla del agobio. En olas tales, ciertos conceptos
éticos se maleabilizan, pero, ¿al precio de la justicia por las manos? Es un
tema que deja al aire -e insisten en justificar verbalmente tres personajes-,
como planeando sobre esta pluviosa, plúmbea Pensilvania suburbial, tan triste
azulgrisácea como el Seattle de la versión americana de The Killing, donde el
detective Loki (Jacke Gyllenhaal, de menos a muchísimo la evolución del
personaje e interpretación del actor) también caminará un sendero paralelo de
búsqueda, con igual objetivo y disímiles métodos. Aunque tan ambiguo como la
figura paterna.
Las transformaciones operadas en Keller y Loki a medida que el conflicto
añade tracks a su banda sonora del dolor cuentan entre los aportes más notables
del guion elaborado para este policial psicológico por Aaron Guzikowski. Baza a sumar, por arriba de
cualquier otra en el plano técnico, la representa el trabajo de cámaras del
fotógrafo australiano Roger A. Deakins, entre las mejores lentes del planeta
desde hace rato. Matrimonio feliz de forma e idea, esencias tantas veces
reñidas en la pantalla, el exponente de la Warner -cuyas clásicas maneras de armar la trama
remiten a aquellos lejanos buenos tiempos del histórico estudio- es una
película saludable, con nervios, dentadura y bilis, casi rara avis hoy día
dentro de ese territorio genérico suyo transido en el llanto de la reiteración
e hiperexplotado por la narrativa hegemónica.
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