El hace poco fallecido Bigas Luna,
quizá el cineasta más irregular, polémico y contradictorio de la península
ibérica sistemáticamente activo en las últimas tres décadas, es un creador
lleno de sorpresas que lo mismo podía perpetrar el softcore setentero
que coronar obras interesantísimas a la manera de Bilbao; Jamón, jamón; La teta
y la luna y La camarera del Titanic, o bien flagelar al espectador con churros
seudoeróticos corte Huevos de oro o Las edades de Lulú, o nada más provocar
indiferencia con cosas de tan poco fijador como Volaverunt y la lastimosamente
insípida Son de mar.
Bámbola, de1996 -exhibida en
el ciclo Lo bueno, lo malo y lo feo de la Cinemateca de Cuba-, no forma parte de la franja
perdurable de su filmografía, aunque resume y rezuma todas las filias del
creador, expresadas en su famosa trilogía ibérica de los ´90 y luego
prácticamente reasimiladas en la inmensa parte de su trabajo. Esto es la
preponderancia de la sexualidad en el enfoque temático y en la conducta de los
personajes; la para sí indestructible díada sexo-comida; la en él insuperable
certeza de que las grandes pasiones terminan con la muerte; y las negruras,
subyacencias, morbosidades, brutalidades y complejidades de toda suerte que
suele ver agazapadas tras el proceder “normal” de cualquier hijo de vecino.
En Bámbola lleva a límites
del paroxismo la observación de tan complejos instintos humanos, siempre según
su visión -mucho más cínica, esperpéntica y tremendista, que freudiana- del
triunfo de la bestia en la naturaleza de mujeres y hombres. Así, justamente,
“la bestia enamorada”, nombra al recluso interpretado por el cubano Jorge
Perugorría, quien pierde completamente la cabeza cuando ve, durante la visita
de ella a otro reo, a una rubia que ni imaginara Sade en el mejor de sus
delirios (la italiana Valeria Marini).
La bestia ordena a sus
matones sodomizar al compañero de celdas que la muchacha frecuenta, con el fin
de que se olvide de la bámbola (muñeca); y chantajea a ésta para que venga al
pabellón de la cárcel a hacerle el amor, bajo la promesa de dejar en paz luego
al pobre hombre. En su alevoso doble juego triunfa en las dos manos, para
apartar al pobre tipo y descargar toda la furia sexual que le causa la hembra
en el cuarto de los locos de la prisión, donde los gritos de ella no podrán
escucharse: ni los de dolor ni los de placer.
Porque a la rubia -se lo
contará bien pronto ella a su hermano homosexual-, lo que le hace el
chantajista sexual comienza a gustarle. Tan placenteramente le coge el hábito a
la brusquedad extrema del patán, que cuando le dan la condicional lo recibe en
su restaurante-morada y, allí, entre los mismos ajos y cebollas de mucho del
cine de Bigas, mariscos y anguilas, el hombre satisfará cada uno de los
instintos mutuos guardados en el congelador.
Pero la bestia, como un
volcán sin vergüenza, exige de manera increíble más territorio para su lava, de
modo que ni la complaciente rubia puede con esto, incluido está la expulsión
del restaurante-casa y el intento de asesinato a su hermano por parte del
visitante. Mas, como no hay mal que dure tanto ni cuerpo que lo resista, el gay
desalojado se libra de tantas vejaciones al acabar a tiros de la vieja escopeta
de la madre muerta con el erotófago rufián, justo en el momento en que
perseguía a su sensual consanguínea para practicarle otro punitivo coitus a
tergus. La hembra, no obstante, llora a su macho ibérico.
Una frase célebre del viejo Bigas es “El sexo
constituye todo”: le creo que se lo cree al ver completa su ejecutoria fílmica,
leer buena parte de sus escritos o entrevistas, y visionar su Bámbola. También
dijo que el erotismo es un hecho intelectual y que representa la sofisticación
del sexo, lo cual, según su parecer, es lo que intenta traducir en el
celuloide. Pero en verdad no siempre ocurre así dentro de sus obras: para un
buen rendimiento en pantalla de ideas como las plasmadas en Bámbola al
realizador le venía mucho mejor el semiporno- mediante el cual se iniciara en
los ´70- que el supuesto drama psicológico barajado. Aquí no hay refinación intelectual
ninguna, solo tan misóginas como machistas percepciones primarias del escarceo
de los cuerpos.
En realidad no hay mucho que
analizar en este arrebato feromónico: cada angulación, tiro y planteo de la
cámara con respecto al personaje encarnado por la modelo italiana Valeria
Marini, como su presencia toda dentro de la trama, ha sido concebido con
arreglo a la normativa clásica del porno suave. Bigas sabe bien que tiene entre
manos una amazona de fuste en la cabalgata erótica y le saca hasta el último
quilo visual para enardecer el interés (potencialmente masculino) de un
espectador más interesado en imaginar la próxima majadería sexual que va a
soportar sin pleito alguno la rubia, que en el itinerario dramático de un
relato abusivamente morboso, el cual se hunde por obra del exceso en el propio
tremedal de su configuración.
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