martes, 1 de abril de 2014

Blue Jasmine, un placer cinematográfico


Luego de sus masturbaciones europeas (esos petarditos risueños nombrados Vicky Cristina Barcelona, de 2008; y A Roma con amor, de 2012), Woody Allen retorna a su pecera en Blue Jasmine (2013). Una película que, a su modo y bien, se integra a la escasa narrativa audiovisual de ficción estadounidense interesada en atestiguar la “caída de los dioses” (o sea, esos señores clase corporativa de la era Madoff quienes, a mera especulación, malversaron centenares de millones del erario público), cuya cima expresiva ha sido, en Cine,  El lobo de Wall Street, del maestro Martin Scorsese, cruentamente ninguneada en los Oscar del año.
 
Alec Baldwin es Hal, el financista multimillonario, epicúreo e infiel esposo de Jasmine (antes Jeanette, menos chic; pero se lo cambió para estar más a tono con la alta sociedad). Ellos viven una vida de lujos extremos en el Manhattan eterno de Woody, hasta que la mezcla letal del crack económico, el derrumbe de algunos paraísos en la tierra dentro de la burguesía financiera nacional y las siempre incidentes pasiones humanas multipliquen por cero esa Arcadia material, pura tartufería moral donde todos mienten, a toda hora, porque así se vive en el planeta de la ostentación. No nacida en cuna azul, Jasmine, monarca de las apariencias, representa el símbolo de la mímesis, del camaleón que a base de mudar pieles para ajustarse a su papel (luchado y ganado) de gran dama burguesa, pierde conexiones filiales, humanas; confunde el cono de sus miradas hacia lo exterior y hasta extravía la cordura.
Caída en desgracia, la princesa debe emigrar a su raíz mendiga. Va donde la hermana adoptiva Ginger, habitante de un entorno franciscano clase baja; bártulos al hombro como en su día lo hizo Blanche DuBois donde Stella en Un tranvía llamado deseo. Todo cuanto aborrece o abjuró Jasmine (la pobreza, la ordinariez, la cerveza con deporte en la tele y el mal gusto: ese cuadro que la cámara de Javier Aguirresarobe toma al llegar y salir Jasmine de la casa) está concentrado en el nuevo hogar de San Francisco. Consecuencia: más antidepresivos, sudoraciones, incontinencias, fantasías, monólogos interiores que dejan de serlo al verbalizarlos, diálogos con fantasmas… No obstante, ella conserva sus carteras Louis Vuitton, junto a sus sueños de trepar nuevamente a la cima de la cadena alimenticia. Casi, casi pesca otro Hal; pero sus propias magulladuras, su estropeada casquería humana que la aleja hasta de su propio hijo, habrán de impedírselo. 
El de Jasmine constituye, a no dudarlo, uno de los más completos personajes del cine norteamericano en cuanto va de siglo, no tanto por su escasa porción de novedad como por la galería de registros que demanda expresar todos sus estados anímicos, sus múltiples ángulos de personalidad. Las grandes intérpretes suelen olerlos de un continente a otro. Y si vienen con Allen, dotado de un talento extra para la dirección de actrices en los roles de sus mujeres quebradas - Diane Keaton, Mia Farrow, Dianne Wiest-, muchísimo mejor. La australiana Cate Blanchett, entre las cinco más sobresalientes actrices vivas de la actualidad, pura diversidad de matices aquí, lo tomó y se lo tragó. Literalmente. Entendió a cabalidad las razones, motivos y caminos de la antiheroína. Su abisal vacío. Cate Blanchett es Jasmine y gran parte de la película es Cate Blanchett, justo Oscar del año a la Mejor Actriz Protagónica.
Aunque no a su rango, son remarcadas también las composiciones de la británica Sally Hawkins, como Ginger, la hermana; y Bobby Cannavale, en su Chili, la versión en camiseta siglo XXI del Kowalsky brandonesco del montaje de Tennessee Williams no por gusto arriba citado, en tanto al filme de Allen le unen varios lazos de parentesco argumental consigo, esté él de acuerdo o no.
El bendito Woody la ha vuelto a clavar, tras casi 20 años en picado, si nos olvidamos de la menos alleneana de su casi medio centenar de películas: la formidable Match Point (2005). No me agrada repetir lo dicho por otros antes; sin embargo en este caso es así y hegelianamente hay que decir: Así es. El creador de Annie Hall recobró su forma. En la fluida, hábil, rica, agudísima en su aparente sencillez Blue Jasmine está, de nuevo, el extraordinario auscultador social, el regio componedor de personajes tan singulares como verídicos y llenos de contradicciones, el bergmaniano conocedor de la condición humana, el notable dialoguista, el narrador estratega quien complementa diez conceptos al empalmar dos imágenes y arranca lascas de humor a la piedra de la tristeza.
Hitchcock decía que los actores eran el ganado del cine. Cuando él tenía sueños húmedos con Janet Leigth en la ducha de Psicosis, faltaban diez años para que naciera Cate Blanchett. De haberla conocido, se hubiera callado. Entre ella y el viejo Woody han compuesto una película que, sin ser una pieza excepcional ni tener ambiciones ni pinta de masterpiece, estrecha las manos a todos quienes en este mundo bendicen la gracia de aquellos que, al filmar, gozan, sofríen y saborean lo rodado con ansias de amante impenitente.  

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