Luego de sus masturbaciones europeas (esos petarditos risueños nombrados
Vicky Cristina Barcelona, de 2008; y A Roma con amor, de 2012), Woody Allen
retorna a su pecera en Blue Jasmine (2013). Una película que, a su modo y bien,
se integra a la escasa narrativa audiovisual de ficción estadounidense
interesada en atestiguar la “caída de los dioses” (o sea, esos señores clase
corporativa de la era Madoff quienes, a mera especulación, malversaron
centenares de millones del erario público), cuya cima expresiva ha sido, en
Cine, El lobo de Wall Street, del
maestro Martin Scorsese, cruentamente ninguneada en los Oscar del año.
Alec Baldwin es Hal, el financista multimillonario, epicúreo e infiel
esposo de Jasmine (antes Jeanette, menos chic; pero se lo cambió para estar más
a tono con la alta sociedad). Ellos viven una vida de lujos extremos en el
Manhattan eterno de Woody, hasta que la mezcla letal del crack económico, el
derrumbe de algunos paraísos en la tierra dentro de la burguesía financiera
nacional y las siempre incidentes pasiones humanas multipliquen por cero esa
Arcadia material, pura tartufería moral donde todos mienten, a toda hora,
porque así se vive en el planeta de la ostentación. No nacida en cuna azul,
Jasmine, monarca de las apariencias, representa el símbolo de la mímesis, del
camaleón que a base de mudar pieles para ajustarse a su papel (luchado y
ganado) de gran dama burguesa, pierde conexiones filiales, humanas; confunde el
cono de sus miradas hacia lo exterior y hasta extravía la cordura.
Caída en desgracia, la princesa debe emigrar a su raíz mendiga. Va donde
la hermana adoptiva Ginger, habitante de un entorno franciscano clase baja;
bártulos al hombro como en su día lo hizo Blanche
DuBois donde Stella en Un tranvía llamado deseo. Todo cuanto aborrece o
abjuró Jasmine (la pobreza, la ordinariez, la cerveza con deporte en la tele y
el mal gusto: ese cuadro que la cámara de Javier
Aguirresarobe toma al llegar y salir Jasmine de la casa) está concentrado
en el nuevo hogar de San Francisco. Consecuencia: más antidepresivos,
sudoraciones, incontinencias, fantasías, monólogos interiores que dejan de
serlo al verbalizarlos, diálogos con fantasmas… No obstante, ella conserva sus
carteras Louis Vuitton, junto a sus sueños de trepar nuevamente a la cima de la
cadena alimenticia. Casi, casi pesca otro Hal; pero sus propias magulladuras,
su estropeada casquería humana que la aleja hasta de su propio hijo, habrán de
impedírselo.
El de Jasmine constituye, a no dudarlo, uno de los más completos
personajes del cine norteamericano en cuanto va de siglo, no tanto por su
escasa porción de novedad como por la galería de registros que demanda expresar
todos sus estados anímicos, sus múltiples ángulos de personalidad. Las grandes
intérpretes suelen olerlos de un continente a otro. Y si vienen con Allen,
dotado de un talento extra para la dirección de actrices en los roles de sus
mujeres quebradas - Diane Keaton, Mia
Farrow, Dianne Wiest-, muchísimo mejor. La australiana Cate Blanchett, entre
las cinco más sobresalientes actrices vivas de la actualidad, pura diversidad
de matices aquí, lo tomó y se lo tragó. Literalmente. Entendió a cabalidad las
razones, motivos y caminos de la antiheroína. Su abisal vacío. Cate Blanchett
es Jasmine y gran parte de la película es Cate Blanchett, justo Oscar del año a
la Mejor Actriz
Protagónica.
Aunque no a su rango, son remarcadas también las composiciones de la
británica Sally Hawkins, como Ginger, la hermana; y Bobby Cannavale, en su
Chili, la versión en camiseta siglo XXI del Kowalsky brandonesco del montaje de
Tennessee Williams no por gusto arriba citado, en tanto al filme de Allen le
unen varios lazos de parentesco argumental consigo, esté él de acuerdo o no.
El bendito Woody la ha vuelto a clavar, tras casi 20 años en picado, si
nos olvidamos de la menos alleneana de su casi medio centenar de películas: la
formidable Match Point (2005). No me agrada repetir lo dicho por otros antes;
sin embargo en este caso es así y hegelianamente hay que decir: Así es. El
creador de Annie Hall recobró su forma. En la fluida, hábil, rica, agudísima en
su aparente sencillez Blue Jasmine está, de nuevo, el extraordinario
auscultador social, el regio componedor de personajes tan singulares como
verídicos y llenos de contradicciones, el bergmaniano conocedor de la condición
humana, el notable dialoguista, el narrador estratega quien complementa diez
conceptos al empalmar dos imágenes y arranca lascas de humor a la piedra de la
tristeza.
Hitchcock decía que los actores eran el ganado del cine. Cuando él tenía
sueños húmedos con Janet Leigth en la ducha de Psicosis, faltaban diez años
para que naciera Cate Blanchett. De haberla conocido, se hubiera callado. Entre
ella y el viejo Woody han compuesto una película que, sin ser una pieza
excepcional ni tener ambiciones ni pinta de masterpiece, estrecha las manos a
todos quienes en este mundo bendicen la gracia de aquellos que, al filmar,
gozan, sofríen y saborean lo rodado con ansias de amante impenitente.
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