Existen dos historias: la real y la recreada por el poder a
su uso y conveniencia, menos librada esta en los campos de batalla que en los
burós de los mandatarios y sus tanques pensantes, en las oficinas de los
cuerpos de inteligencia, en los cuerpos educativos y brazos mediáticos de los
sistemas.
Las escuelas de los Estados Unidos, los volúmenes
monográficos sobre la “historia oficial” de ese país publicados allí y su cine
-desde los tiempos protofundacionales de Cecil B. de Mille- han sumido al
ciudadano de esa nación en colosal burbuja de mentiras sustentada en la
doctrina del Destino Manifiesto, el excepcionalismo norteamericano y su
“divino” papel de redentor universal. Tan temprano como en 1630 ya el abogado
John Winthrop, de los fundadores de Nueva Inglaterra, aseguraba que el camino a
seguir por la incipiente república era el de convertirse en una nívea ciudad
sobre la colina, en faro y modelo para el resto del mundo. El gran problema de
esto no es la imbecilidad proferida por el leguleyo puritano, sino que se lo
creyeron.