Días antes de suscribir este
texto, quien escribe casi reencarna en Juanchín, el atribulado personaje
central de La muerte de un burócrata (Tomás Gutiérrez Alea, 1966), al tramitar
la, a la larga nunca conseguida, certificación de nacimiento de una persona
fallecida durante los inicios del siglo XX. Poco le faltó para estrangular tras
otro panteón, de documentos esta vez, a uno de los agentes peloteantes del
Registro Civil. Sucede a escala micro y a niveles macro. A inicios de 2010, el
diario Granma publicaba -en portada- extenso titular donde se aseguraba que la
burocracia impedía un mejor desenvolvimiento de la venta de carne de cerdo en La Habana. Otras líneas
de similar cariz, kafkianas, surrealistas, tragicómicas, pletóricas de humor
negro, como los avatares de la sufrida figura protagónica del filme, pueden
apreciarse un día sí y otro también en la prensa cotidiana. Las odiseas
particulares de seres anónimos -pero conformantes en masa del corpus social- en
institutos de la Vivienda,
consultorías y otras dependencias estatales evocan el calvario de aquel sobrino
interpretado por Salvador Wood, quien solo quería enterrar a su tío Paco, pero
ello le costó la cordura en el camino. De modo que, 48 años después, la
película (especialmente recordada a propósito del aniversario 55 del ICAIC)
sigue ahí, viva su alerta, vigente su análisis, diáfana e imperdible su
auscultación al fenómeno que, pese a no ser exclusivamente endógeno, sí prendió
fuerza tal en estas tierras de América que al día de hoy aun no se le encuentra
pasaporte de destierro.
La burocracia, pariente consanguínea del marabú, no
quedó muerta y enterrada, no, tras las rejas del cementerio de aquel plano
final. Tampoco otros problemas retratados por el largometraje, a la manera del
consignismo, la verborrea, el campañismo, las producciones en serie, la
hipocresía y los dobles raseros morales de ciertos jefes empresariales…
Pero la comedia de Gutiérrez
Alea no suda vida únicamente en virtud del contenido ideico manejado, o de su
meritoria función de sátira social; no solo “brinda apoyo moral a las víctimas
del burocratismo”, Alea dixit a Cineaste.
Si bien las connotaciones del relato y su vocación interlocutora con
(su) presente y el futuro (la hora vivida justo este segundo) de la nervadura
social de su país penden de lo anterior, de plus hay sedimentado en sus
fotogramas un astuto trabajo con los resortes de la variante fílmica en la cual
se inscribe. Exponente insuperable de su género en Cuba y obra mayor de dicha
disciplina cinematográfica a rango mundial, podría mostrarse hoy en las
escuelas de cine para enseñar cuanto resulta inherente al hecho cómico en
pantalla, la relación entre hilaridad y reflexión, el timing y el tono de la
comedia. Titón parte del pilar fundamental de la comedia: un guión férreo. Baza
acompañada en su película por atributos como clase, contención en el subrayado,
un dispositivo genérico montado en la próvida premisa de extraer humor de una
presunta situación a sí antitética (la muerte, el dolor) y una fluidez
narrativa que yuxtapone de forma orgánica cada uno de los escenarios de
expresión de las situaciones cómicas, lo cual redunda en diversión constante
para un espectador siempre cómplice. El
realizador de Las doce sillas y Los sobrevivientes aprendió en La muerte… la
lección regalada por el género en su vertiente clásica: personajes definidos,
eficacia cómica, lugar para lo farsesco-irracional, diálogos elaborados sobre
el carrete de una espiral de réplicas punzantes, planificación directa,
estructura narrativa simple pero llena de chispa y picardía, pulso mantenido y
ritmo constante a lo Hawks, actores que derrochan aplomo en composiciones
soberbias a cuya efectividad apoya una edición inteligente siempre preocupada
por cortar a tiempo antes de matar el gag. Constituye, pues, pieza del género
con todas las distinciones necesarias para instalarla en la memoria fílmica a
la vera de las grandes muestras de Wilder, Lubitchs, Berlanga y Ferreri. Porta
el halo, hoy día casi fantasmal, de la perdurabilidad.
Es esta una película que, por añadidura, en su propensión
lúdico/dialógica conversa con la protohistoria misma del género, cuando aun
estaban en fase de desmonte los potreros donde se construirían los estudios y
Sennett, Keaton y Lloyd (explícitamente citado en la escena de Juanchín y el
reloj del exterior del edificio, cual sucede igual con Laurel y Hardy, o
Chaplin y su Tiempos modernos en las secuencias de la máquina fabricante de
bustos) pergeñaban en el improvisado set de un tenderete, cuatro sillas y tres
mesas viejas los gags que
desternillarían a la humanidad. La batahola frente a la Necrópolis de Colón,
puro slapstick, amén de operar como fruicioso guiño a aquella era
fundacional, ubica al receptor de cualquier generación en la posición de
respeto de este director hacia su arte -y sus cultores, no importa el signo
genérico, incluidos los a esta parcela extraños Bergman, Buñuel y otros a
quienes dedica la cinta. Pero, además, el filme todo se conecta con un tiempo
futuro de la pantalla donde la tetralogía desacralización/ironía/sarcasmo/cinismo
iba a marcar derroteros claves de expresión, justo desde ese inicio de créditos
en formato de documentos de “Por cuanto” y “Por tanto”, el manco “que tiene que
firmar” y el inefable DEPATRAM (Departamento de Aceleración de Trámites), hasta
un cierre tajante sin desplazamientos posibles hacia el territorio de felices y
a por perdices. La contundencia de sus ideologemas, el rayo vivo de un humor
tronante, la agudeza del relato, la gracia y el donaire de sus escenas ubican
al filme en un nicho selecto. Alea, como pidiese algún teórico de la
posmodernidad, hizo arte mayor del
entretenimiento, pero desde la posición de responsabilidad social del artista,
mediante esta película de fortísima raigambre popular, con olor legítimo a
calle, surcada de pulsiones humanas y asistida de un sólido compromiso ético y
moral para con las circunstancias de su sociedad.
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