Tras tres décadas en el set de filmación, el británico Stephen Frears
(1941) ha aprendido mucho del cine, lo bueno y lo malo, y entre esto último sus
trampas. El director de la extraordinaria Amistades peligrosas domina el
difícil arte de la narración fílmica, pone en su lugar los puntos de la
sintaxis cinematográfica, posee un don especial para la dirección de actores,
sabe hallar los tonos demandados por algunas películas (La Reina, el ejemplo principal),
se “evapora” tras la dirección cuando hace falta en función de convertir su
gramática en una suerte de estilo neutro, e incluso en algún caso –derivado en
cierto modo de lo anterior- es capaz de disimular el ropaje genérico con
astutos movimientos. Dichas trampillas, no importa lo hábilmente que sean
desarrolladas por el pillastre, sin embargo son captadas por algunos
espectadores; no obstante, la verdad sea dicha, confunden a demasiados. Ha sido
el caso de su Filomena (Philomena, 2013), mimada por el público, ovacionada en
festivales, nominada a cuatro Oscar y con ríos de tinta a favor, por parte de
críticos de diversas filias. Algo más o menos parecido a cuanto sucedió en Cuba
hace poco con la sobrevalorada Conducta.
Más allá de su anticlericalismo de ocasión, su halagador llamado a la
comprensión humana, la honorable exhortación al respeto de las otredades y
otras verónicas bienpensantes tantas veces estampadas antes mucho mejor, en
realidad cuanto estamos apreciando aquí es un melodrama, mondo y lirondo, de
“madre que busca a su hijo arrancado del regazo”. Por supuesto, Frears no
trabaja para Telemundo, esto es una coproducción entra la francesa Pathé y la
inglesa BBC; no se trata de un culebrón para el público latinoamericano, y hay
que hilarla más fina.
De entrada, el zorruno director se buscó para interpretar a Filomena Lee
a una actriz que es una torre: la octogenaria Judi Dench, la Lady Macbeth más
elogiada de la escena londinense, cinco veces candidata al Oscar (entre ellas
por su rol en esta cinta, además nominada en los rubros de filme, guion
adaptado y música). La inolvidable M de la saga Bond va casi todo el metraje,
en sobadísimo plan road movie/buddy movie/viaje de aprendizaje, de manos de
Steve Coogan. El conocido comediante incorpora al periodista encargado de
ayudarle a encontrar a su hijo, de quien ella perdiera el paradero tras ser
vendido a una pareja norteamericana, al precio de mil libras esterlinas, por
las monjas del convento donde la recluyeran, medio siglo atrás.
Coogan, cualquier cosa menos humorista aquí, camina tan grávido, serio,
plúmbeo sobre las líneas del relato, que del contrapunteo dramático entre ambos
personajes centrales (la añosa madre, pese a su dolor, aprecia la vida de un
modo mucho menos complicado, más dador y simple) destílanse algunas gotas de
humor con las cuales Frears tiende a sofrenar el contenido de llantos de este
vaso fílmico. Ignoro la filiación religiosa del señor Frears, pero a la postre
nos dice harto claro que la católica Filomena es tan grande que puede ser capaz
de perdonar a quienes les vendieron a su hijo; mientras el ateo periodista, sin
vinculación filial alguna con aquel, no lo hace. Lo anterior, en sí, no
resultaría erróneo, per se; de hecho se verifica así, no pocas veces, en la
vida real. Ahora bien, no es tampoco siquiera que constituya algo extraño o
paradójico en una obra interesada en censurar el proceder de marras de las
instituciones religiosas, sino que parece demasiado a la caza de mayor
complicidad de público con el personaje de Filomena, ya de por sí demasiado
“reloaded” y pletórico de bonhomía para mi gusto. Cuando los personajes
cinematográficos requieren tales apuntalamientos pro-emotivos, por efecto de
causa se tiende a la devaluación de su calidad. Da igual que esta madre de hijo
arrebatado de la Dench
parta en su configuración de la irlandesa en quien se inspirara el reportero
Martin Sixsmith para elaborar su libro The Lost Child of Philomena Lee, en el
cual basan el largometraje.
En 2002 el también británico Peter Mullan dirigió Las hermanas de la Magdalena, León de Oro
en el Festival de Venecia, una obra muy verista que, sin intenciones melo,
describió bien la naturaleza opresiva, carcelaria de las prácticas cometidas
por la iglesia católica en instituciones correccionales irlandesas, donde miles
de muchachas, en gran parte casi niñas, “purificaban” sus pecados carnales, u
otros, mediante duro régimen punitivo.
Durante los años 50 y 60,
a alrededor de 60 mil adolescentes irlandesas recluidas
en conventos católicos, les quitaron sus hijos para venderlos a pudientes
familias adoptivas norteamericanas. Filomena Lee, aunque ya tarde porque estaba
muerto, a la larga descubrió el paradero del vástago. Por el contrario, la
mayoría de ellas nunca conoció el destino de su descendencia.
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